No es razonable esperar, en el fragor de las elecciones departamentales, que alguien vaya a hablar de la reforma del Estado. Los candidatos tendrían miedo de ser interpretados como que quieren reducir el tamaño del Estado y eso, en el Uruguay de hoy (y desde hace tiempo) es pecado mortal. Pero todos hemos oído, tanto a Tabaré Vázquez, como a Jorge Batlle, como a Mujica y a los dos Lacalle hablar de la imperiosa necesidad de reformar el Estado.
El gobierno que se está inaugurando en estas semanas tiene en su cabeza la reforma del Estado, por ahora allí guardada. En parte porque, como todo gobierno que comienza, está apretado por las urgencias y por agarrarle la mano al asunto, y en parte porque vemos en estos tramos iniciales del gobierno de Orsi que él habla poco pero que los nuevos jerarcas hablan todos y lo hacen como si cada uno fuera el gobierno. Las decisiones que duelen nadie las menciona (ni da muestras de tenerlas en cuenta). Por ahora todo es fuegos de bengala y serpentinas (y alguna queja, para cubrirse por las dudas, por lo mal que le entregaron el despacho).
La reforma del Estado impresiona y asusta porque los defensores del statu quo lo presentan básicamente como un proceso de echar funcionarios públicos a la calle. En realidad la reforma del Estado no consiste tanto en suprimir empleados públicos como en suprimir trámites. Claro que menos trámites implica menos oficinas. Cualquier uruguayo comprende el asunto si se le es presentado sobre el telón de fondo de sus vivencias personales: la cantidad de trámites, comprobantes y planillas que lleva abrir una negocio cualquiera, sea un almacén de barrio o una peluquería. O el papeleo que ha tenido que aprender a manejar el paisano que tiene unas vacas o una puntita de ovejas.
Yo guardo pintorescos recuerdos de mis tiempos (breves) como presidente del Consejo Directivo del Sodre. En aquel tiempo lejano éramos cinco consejeros y el presidente era ordenador primario de gastos: cada gasto tenía un recorrido burocrático mínimo de catorce pasos.
Más allá de que el Estado uruguayo se fue convirtiendo, a través del tiempo, en solución fácil (y espuria) para mitigar el desempleo y, además, cayó en el asistencialis-mo, la concepción de la armazón burocrática de nuestro Estado es heredera de una cultura colonial hispana donde todo se preveía, todo se controlaba, todo se escribía y donde se buscaba anticipar y prevenir todas las contravenciones posibles.
La reforma del Estado es asignatura pendiente: lo han reconocido todos los gobernantes; pero es una tarea difícil porque supone la modificación de una cultura heredada. Por eso mismo se hace imprescindible generar las condiciones para que la sociedad se vaya haciendo a la idea y aceptando el cambio.
Es una tarea de largo aliento, de incorporación a un discurso político consistente; es una tarea que, en el Uruguay, solo la puede encarar el Partido Nacional: ninguna otra matriz político-partidaria podría. Hay que empezar a preparar el terreno desde ya.