En temas de salud ambiental, hay que prestarle suma atención a lo vinculado a la contaminación sonora.
Desde hace muchas décadas, esta amenaza paradojalmente “silenciosa” ha comprometido la salud de muchas personas. La pérdida de la audición siempre se había considerado un problema propio de los adultos mayores; resultado del proceso natural de envejecimiento. Pero, con la irrupción al mercado de los equipos reproductores de música personales, el uso de los auriculares capaces de concentrar el audio en los oídos a volúmenes muy altos, así como los elevadísimos decibeles que desde hace décadas caracterizan a los locales bailables y a los recitales en vivo, el problema se trasladó a los jóvenes, hasta entonces poseedores de oídos muy sanos.
Cuando aparecen las primeras señales de problemas auditivos suelen no dársele importancia, como si se tratara de hechos pasajeros y casuales.
Aunque hablamos de un sentido clave para disfrutar de una buena calidad de vida, viene siendo maltratado debido a imposiciones sociales o gustos por entretenimientos que descuidan llamativamente su salud.
Desde luego existen otras circunstancias vinculadas a los sonidos que pueden resultar muy dañinas para la salud, como los ruidos molestos de vecindad que impiden conciliar el sueño nocturno. Sus consecuencias siempre provocan deterioro de la salud.
¿Por qué el impacto del ruido parece tomarse tan a la ligera en todos los ámbitos, ni siquiera cuando depende de nuestras propias conductas? Vayamos al principio. La defensa de este derecho individual no se aborda en los programas del sistema educativo, desde el contemplado para los más pequeños hasta los mayores, como si el problema no existiera.
Días atrás, en las páginas de este diario, se publicó un artículo de The New York Times sobre la pérdida auditiva oculta. Un mal que hasta hace poco ni se conocía. Se trata de una de las consecuencias de la contaminación sonora que nos apremia cada vez más, sin percatarnos de ello.
Esta condición frecuente en nuestra vida cotidiana consiste en que en determinada circunstancia escuchamos sonidos en un entorno un tanto ruidoso, pero tenemos dificultad para entenderlos. Al parecer, las neuronas que responden a ruidos fuertes son las primeras en dañarse, obligando a las que lo hacen a que sonidos suaves actúen. Si así ocurre, envían mensajes confusos al cerebro.
Lo que el conocimiento actual nos advierte es que muchas de las sorderas, en todos sus niveles etarios, pueden evitarse o retrasarse.
Implica un cambio cultural que conduce simplemente a cuidar nuestros oídos todos los días, alejándose de ruidos y sonidos perjudiciales. El hecho de no sentir una sensación dolorosa no significa que no dañe.
Por alguna razón inexplicable, nuestro derecho al silencio (ausencia de sonidos que no deseamos escuchar) casi nunca ha sido reivindicado y defendido por nadie. Pero tampoco, nos han enseñado a valorar la salud de nuestro sentido de la audición, evitando sonidos estridentes o exagerados que sentimos excesivos para nuestros oídos. No deberíamos ver diversión o placer en ello.
Hay mucho camino por recorrer para revertir esta tendencia tan negativa.