La cancelación es una práctica muy de moda. Muy fascista también.
Es la acción de ahogar y reprimir cualquier disidencia del discurso oficial de la llamada izquierda en sus diferentes formas (partidos, sectores, ONG). Si opinás diferente, pertenecés al peor de los mundos: retrógrado, facho (miren quiénes), oligarca, lo que quieran. El objetivo es callar al que piensa distinto, y que sepa que, si se le ocurre ser libre, habrá quien lo “tize” para consumo.
Esta práctica es eficaz porque la jauría ladra fuerte. Si alguien osa defender un modelo determinado de familia, si dice que Maduro es un dictador y Cuba una dictadura, si profesa cualquier religión, si no está de acuerdo con la politización sindical, si es productor o empresario, si no menciona algún escritor o cantante de los autorizados por la progresía, en fin, si no sigue la corriente, es cancelado. Basta con que opine en las redes para que le caigan como granizo, o incluso que algún periodista militante haga comentarios desaprobatorios y miradas acusatorias. Si defiende la libertad de mercado, obvio, es un neoliberal pinochetista.
La derrota de quienes abrazamos la libertad es quedar en silencio y no enfrentar la cancelación. Sin importar términos usados en realidades ajenas, esto no es un tema de “batallas”, donde siempre uno termina con el otro, porque en definitiva es lo mismo en sentido contrario. Esto es de no rehuir el debate político y de ideas.
La elección pasada careció justamente de esto. Había como un puré de cosas más o menos iguales que disputábamos más o menos lo mismo, lo políticamente correcto, el “centro”. Nadie sabe bien qué es y qué significa. Entre otras cosas, porque para ser lo del medio hay que aceptar que hay extremos, y que son ellos los que determinan la existencia de ese medio.
Los Blancos repetimos, como un mantra, aquella frase de Wilson: “Ni de izquierda ni de derecha, somos Blancos. Que se definan los otros”. Aceptar por costumbre, o por facilismo de comprensión, la liturgia politológica que define a los partidos, de acuerdo a derechas e izquierdas, es fácil pero no es uruguayo. Y además determina la existencia de un partido en virtud de otros y no de sí mismo y sus ideas. Nuestros partidos fundantes son bicentenarios, nacidos apenas unos años después de la revolución francesa, lejanos a esos avatares y muy de cuño oriental.
Somos lo que somos, con nuestras virtudes y sellos propios, nuestras historias con luces rutilantes y contradicciones, por imperio de haber nacido aquí, al oriente del Río Uruguay. Cuesta, para aquellos que entendemos el nacionalismo como lo hacemos los Blancos, algo muy conocedor de la Nación, que construye sus decisiones por razones propias de la geografía territorial y humana, someternos a calibres ideológicos que nada tienen que ver con nuestra realidad. Progresar es cambiar para bien, para hacer más digna y justa la vida de cada persona, de su entorno chico, su familia y su pago, su barrio y hasta su manzana.
Las politología universalista no entiende de esto, está afuera de su manual. O se es de derecha o se es de izquierda. Minga, como decíamos de gurises.
Acá y en el entorno de nuestra región, nuestros ríos y cauces, nuestra geografía y nuestra historia nos hace nacionalistas. Ni de Europa ni de Asia. Nacionalistas de aquí, democráticos, amantes de la libertad, cultores de valores de humanismo y solidaridad, defensores del empuje de las personas para crear y crecer. En fin, Blancos.
Por eso y mucho más, en los tiempos que se avecinan, tenemos la tarea de debatir ideas, de no dejar pasar la censura canceladora y de crecer como colectividad por nuestros valores y no por ubicarnos a más o menos distancia del Frente Amplio. No nos definimos en oposición al FA. Tampoco vamos a crecer por decir más o menos lo mismo que estos para evitar la fascista cancelación. Si somos más o menos lo mismo qué razón hay para adherir, pero mucho más grave qué razón hay para militar por nuestras ideas, si en verdad son de otros.
Reivindicamos ser Blancos, condición muy oriental. Tenemos orgullo de proclamar una historia muy cargada de ideas, de entrega, pero además tan identitariamente nacionalista que no tenemos complejos para unir fuerzas con otros partidos para fortalecernos en la coalición republicana. Un nacionalismo moderno.
A partir de marzo, pero desde ahora dar el debate sin rodeos, somos la oposición democrática frente a un gobierno que se va a instalar y que tiene pujos y sectores que no lo son, que no creen en la libertad, que defienden el corporativismo en la educación, que aplauden a regímenes criminales porque son sus hermanos ideológicos. No son todos, pero son los que mandan.