Antes que nada debo reconocer que no me simpatiza demasiado el primer ministro israelí, señor Netanyahu. Su estilo agresivo, su propuesta de modificar el sistema judicial no encajan en la tradición de la política del país, una luz de democracia en la región. Tampoco hemos compartido su política de asentamientos judíos en Cisjordania, que dificultan, en perspectiva histórica, la idea -tan postergada- de los dos Estados, esa eterna frustración que arranca desde 1948, cuando los países árabes se negaron a aceptar su creación.
La cuestión es que no debe confundirse al señor Netanyahu, primer ministro, en nombre de una compleja coalición, con los derechos e intereses permanentes del Estado de Israel, con el cual se identifica nuestro país desde el largo proceso de su creación, en que Uruguay protagonizó activa y relevante participación.
En todo caso, tampoco se puede ignorar el origen profundo del actual conflicto, desatado en el mismo momento en que el gobierno israelí alcanzaba, en el Pacto de Abraham, acuerdos de pacificación con Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Sudán y Marruecos. Fue una negociación que, entre agosto y diciembre de 2020, abrió para Israel un espacio que facilitaba la posibilidad de un acuerdo con Arabia Saudita, la gran nación “sunita”, enfrentada, como es notorio, a Irán, donde un gobierno religioso de origen “chiita” gobierna con mano de hierro y un fundamentalismo arcaico. (Tanto es así que acaba de atacar Erbil, la capital de la región autónoma del Kurdistán, con una lluvia de misiles, además de Siria, Irak y Pakistán).
Ni bien Irán advirtió que se iniciaban conversaciones con Arabia Saudita, lanzó sus organizaciones terroristas afines, Hamas, que hoy controla Gaza, y Hezbolá, que se asienta en el sur del Líbano, en contra de Israel. El ataque del 7 de octubre, que causó 1200 muertos civiles en Israel y tomó 240 rehenes, se inscribe claramente en ese intento de frustrar esos avances. Que Israel llegara a acuerdos con Arabia Saudita era sentido por Irán como una derrota desde el ángulo geopolítico, militar y hasta religioso. De ahí la ferocidad del ataque, una acción terrorista en su expresión más sombría e inmoral, más inequívoca en su intención de provocar una reacción y encuadrada en un movimiento que proclama formalmente la extinción de Israel.
La agresión de Hamas genera naturalmente una acción defensiva de Israel, cuyo derecho es incuestionable. “Desarmar el enemigo”, como decía Clausewitz, es el objetivo legítimo de una guerra, que aquí se desata frente a quien usa mujeres y niños de escudos humanos, ha construido centenares de kilómetros de túneles para agredir a su vecino y con cinismo instala sus comandos militares en hospitales y escuelas. El enfrentamiento ha sido muy cruel y por más que Israel ha exhortado a las poblaciones afectadas por el conflicto a que se desplazaran de los objetivos militares, ha habido muchas muertes. No obstante, el Ejército israelí -que también ha sufrido muchas bajas- no ha logrado doblegar totalmente la resistencia de Hamas, hoy apoyada incluso por los Hutíes, rebeldes de Yemen, que intentan detener el comercio mundial en el Mar Rojo.
En ese contexto, el gobierno de Sudáfrica acusa de genocidio a Israel ante la Corte Penal Internacional. De modo poco explicable, el tribunal acoge la demanda. El mundo al revés: el agredido es el acusado. El que se ha visto obligado a defenderse es enjuiciado, con un coro que suma -en extraña coincidencia- los gobiernos musulmanes más reaccionarios con los presuntos progresistas latinoamericanos, como el errático Brasil.
El concepto de genocidio se desarrolló, justamente, a raíz de las persecuciones contra los judíos y fue acuñado, en 1944, por un jurista polaco, Raphael Lemkin, refugiado en los EE.UU., a raíz de las persecuciones. Esa fue la base doctrinaria de la Convención de 1948, que lo define como los “actos cometidos con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico o religioso”.
Es obvio que Israel no está pretendiendo destruir a la población de Gaza sino que, a la inversa, está dominado por un Hamas que se adueñó del gobierno en una elección presidida por el terror, desplazando la legitima autoridad palestina. Recordemos que ese territorio fue devuelto por Israel en 2005, luego de ocuparlo en 1967, cuando ocurrió la Guerra de los 6 Días con Egipto, que detentaba hasta entonces una discutida soberanía. Y que Israel ha autorizado, una y otra vez, el acceso de ayuda humanitaria a la castigada zona.
En aquel 2005, se esperaba que la solidaridad de los ricos Estados musulmanes transformaran Gaza en un Singapur con inversiones que le dieron un destino. Notoriamente no lo han hecho y eso desnuda su escandalosa dualidad moral.
Hoy por hoy, en Naciones Unidas y en el clima de la prensa internacional, parece que la guerra empieza con la reacción de Israel y no con el ataque de Hamás. Aun en nuestro país, hay quienes cuestionan al gobierno cuando, conforme a nuestra tradición, se abstuvo de votar una resolución que exhortaba a una “tregua inmediata”, sin condenar expresamente la agresión ni hacer referencia a los rehenes que aún retiene el agresor. Es bastante obvio que si los entregara, la acción militar israelí cesaría.
Como se sabe que es impensable un pronunciamiento rápido sobre el fondo, el denunciante pide medidas precautorias, o sea, la tregua, sin asegurar la entrega de los rehenes ni garantizar de modo alguno que no se reiterarán las agresiones.
Aparte de la malévola distorsión de los hechos, la acusación de genocidio -además- banaliza su concepto. Con frecuencia la oímos lanzar como una acusación, sin medir lo que significa. Genocidio fue el Holocausto. O el armenio de 1915. Es el mayor de los crímenes colectivos y así aquedó definido en el Tribunal de Nürenberg, como un delito contra la humanidad.
Acusar de genocidio al pueblo que más lo sufrió en la historia suena a un hipócrita sarcasmo.