Las encuestas siempre informan su margen de error, pero el de la elección del último domingo de octubre bien podría redenominarse como proponemos en el título.
Porque el tal margen invariablemente beneficia al FA y castiga a la Coalición.
Un tuit del dirigente frenteamplista Miguel Fernández Galeano, previo a los comicios, presentaba un resumen exultante de optimismo: “Pronósticos que aproximan al Frente Amplio a la mayoría parlamentaria: Usina 47%. Cifra 46%. Equipos 45,8%. Factum 45.5%. Nómade 45,3%. Opción 45%”. La votación real del FA, sin embargo, alcanzó el 43,86%: 1 punto abajo de la más precavida y 4 de la más generosa.
La predicción respecto al Partido Nacional fue exactamente a la inversa: su desempeño electoral resultó ser sensiblemente mejor al que auguraban todas las mediciones.
¿Por qué pasa esto? Obviamente hay que descontar cualquier sospecha de mala fe y admitir una de dos evidencias incontrastables: o un alto porcentaje de la gente cambia el voto en los últimos dos días, o lisa y llanamente miente u oculta su preferencia a los encuestadores. Con toda la subjetividad del mundo, me inclino por esta última.
Podría conjeturar hipótesis sofisticadas, pero creo que en esto se puede picar grueso: sobre todo en Montevideo y el área metropolitana, la gente no quiere lío y le avergüenza reconocer que vota a los partidos fundacionales. Llevamos la rebeldía en el ADN, desde el éxodo del pueblo oriental hasta Maracaná, y no nos queda cómodo admitir que estamos de acuerdo con el gobierno.
Conozco a más de un votante de Delgado, Ojeda o Mieres que lo hizo de callado. Le temen a la locomotora discursiva frenteamplista: asumen que definirse “de derecha” está mal visto. Es un logro cultural de la izquierda, sembrado con esmero ya desde la acción intelectual de la lejana generación del 45 y el gramscismo sesentista. Si no sos del FA, debés de ser miliquero, ¿viste?
¿Por qué el candidato Orsi ha rehuido los debates? Porque sabe que la emoción es su fortaleza y la razón su debilidad. En el fondo, su vulnerabilidad discursiva no proviene de un demérito propio sino de la dificultad de comunicar, siempre sobre la cuerda floja de dar certezas al ciudadano medio y a la vez mantener contentas a sus bases radicalizadas. Su táctica no es la de la persuasión sino la de la acumulación: si más de un 60% de los frenteamplistas ensobraron la papeleta del Pit-Cnt, aunque sus economistas y su propia fórmula lo desaconsejaban, y si hay unos cuantos miles de votos en blanco o anulados que también lo hicieron, vayamos por ellos, aunque signifiquen borrar con el codo lo escrito con la mano. Ya tendremos algún ministro de Economía con el beneplácito de las calificadores de riesgo al que asignar la responsabilidad de aterrizar el avión con los cuatro motores en llamas.
Los ciudadanos que son conscientes de estas contradicciones no quieren polemizar con sus amigos del FA: se limitan a no develar el voto, ni al encuestador ni a sus grupos de pares. Sin embargo, contar con la llamada mayoría silenciosa está lejos de ser una fortaleza.
La Coalición Republicana debe tomarse muy en serio el deber de redefinir sus atributos emocionales, habida cuenta de que blancos y colorados han perdido la mística de otras épocas. El orgullo de ser coalicionista no se logra a partir de datos de salario real y kilómetros de carretera, ni tampoco con una prédica de fervor anticomunista. Hay que construir una marca. Sin emoción, no habrá permanencia.