El adiós a Belmondo

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MARIANO BOTAS
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Las emocionantes imágenes de las exequias de Jean-Paul Belmondo dieron la vuelta al mundo y tuvieron un enorme impacto en medios de comunicación y redes sociales.

El féretro cubierto por la bandera francesa, la orquesta de la Guardia Republicana tocando la inolvidable Chi Mai, que Ennio Morricone compuso para ese clásico de clásicos que fue El Profesional, los mil invitados minuciosamente elegidos y ubicados en la escenografía monumental del Hotel des Invalides para que las cámaras de la televisión hicieran su arte, todo fue parte de un guión y un plan estudiados y ejecutados con maestría.

Al despedir con honores de Estado al gran actor, Francia celebró también su propia esencia, esa en la que se apoya para enfrentar sus conflictos y claroscuros, mientras da una señal de unidad y un ejemplo de valentía al mundo. Cuando el presidente Emmanuel Macron dijo que Belmondo es inmortal, y que lo es más allá de sus imperfecciones, quiso decir que Francia también lo es.

Francia no pierde ocasión de rescatar el sentimiento nacional, “lo francés”. Lo necesita de manera imperiosa. Millones de inmigrantes procedentes mayoritariamente de las que fueron sus colonias en África han llevado con ellos en las últimas décadas sus etnias, su cultura, su religión, sus costumbres. También sus sueños, temores y angustias. La integración no ha sido siempre fácil. Un detalle más que es todo un símbolo: Belmondo era hijo de padre y madre italianos. Y fue, qué duda cabe, francés hasta la médula. Francia los necesita a todos. Todos necesitan hacer de Francia su patria.

Pero no se trata solo de Francia. La pequeña aldea en la que se convirtió el mundo gracias a la globalización y la tecnología pone en riesgo la noción de Nación como la conocimos hasta hace unas décadas debilitando las identidades nacionales, generando crisis de representación, y alimentando -como reacción- el peligro de los nacionalismos, caldo de cultivo de gobiernos autoritarios y totalitarios.

No contribuye a ello que cada vez sepamos menos de nuestro pasado común, al punto de que la historia parece una materia arcaica reservada a especialistas y eruditos. No conocer de dónde venimos y quiénes somos no solo debilita nuestras raíces sino que hace poco menos que imposible, además, plantear objetivos estratégicos con los cuales la sociedad se sienta identificada y contenida, y para cuya consecución esté dispuesta a hacer esfuerzos y sacrificios personales en el corto plazo.

Sin la noción de Nación no existiría sueño común, no habría organización, ni progreso. Ni Estado. Ese Estado que muchas veces nos genera frustraciones y sinsabores en nuestra relación con la cosa pública, pero al que necesitamos ágil, eficiente y equilibrado en su funcionamiento para liberar la creatividad de los ciudadanos, crecer y prosperar en comunidad.

Elijo quedarme con el estilo y la clase de este último adiós al enorme Bébel, y con esa búsqueda valiente de Francia de rescatar su identidad y debatir en libertad sus valores comunes como materia viva y razón de orgullo para los franceses, a la vez que los proyecta al mundo en su potente marca país. Es un ejercicio de respeto, tolerancia y madurez que toda sociedad debería hacer si pretende tener futuro.

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