“Massazo” en las urnas argentinas

La antesala de las urnas se pareció al barrio porteño de Palermo en la distopía de Bioy Casares. En la novela El Diario de la Guerra del Cerdo, el escritor describe una siniestra conjura de los jóvenes contra los viejos. Y en la Argentina real de este tiempo, un porcentaje inmenso de jóvenes parece dispuesto a suicidar la democracia en el altar de un autoritario y demencial ultra-conservadurismo.

¿Se identifican con el anti-humanismo que expresa Javier Milei? No parece que conozcan las teorías ultra-liberales de Murray Rothbard, ni los enfoques de la Escuela Austriaca. Es probable que en esa marea juvenil de votos ultraconservadores, prevalezca un sentimiento de rebelión generacional. Marchar a contramano de padres y abuelos. Excitarse con lo que escandaliza a los mayores de 40 o 50 años.

Desde esas edades hacia arriba, la frustración por décadas consecutivas de decadencia política y económica, sumado a la indignación que produjo el fracaso del actual gobierno y las medianías que debilitaron a la principal coalición opositora, fue trastocando en miedo a medida que se acercaba la elección. Y en la antesala de las urnas, el cuarto oscuro asomaba como un patíbulo en el que una banda de extremistas desbocados ejecutaría la versión gris de democracia liberal que tiene Argentina, como los demenciales talibanes afganos fusilaron el espacio liberal que existió a la sombra de las fuerzas norteamericanas.

Por cierto, en esa esperada ola de votos también había muchos pobres que sienten que en el sistema existente sólo pueden seguir hundiéndose, así como también muchos jóvenes que no son ignorantes ni ultraconservadores, sino que viven de su propio trabajo a través de internet y sienten al Estado y al dirigismo gubernamental como cargas insoportables porque crean estorbos y trabas a su producción individual.

Las encuestas sentenciaban al unísono que Javier Milei ganaría la primera vuelta. La duda era si le alcanzaría para consagrarse presidente electo o tendría que ir al ballotage. Pero la palpable sensación desoladora en muchos argentinos, casi monolítica sobre todo en los mayores, de que la democracia se suicidaría en las urnas haciéndose un harakiri con la motosierra de Milei, alumbró también hacia el final de la semana la sensación de que habría una sorpresa en las urnas.

La campaña electoral había evidenciado la conspiración de Mauricio Macri a favor de Milei y mostrado a Patricia Bullrich naufragando en su propia opacidad. De tal modo, al ballotage, si es que el triunfo de Milei no cerraba todo en la primera vuelta, entraría Massa.

Una auténtica proeza, tratándose del verdadero jefe de un gobierno fallido y del ministro de Economía que fracasó en alcanzar todos las metas económicas y financieras que propuso desde el inicio de su gestión.

Massa le ganó el centro político a Bullrich y ese era el punto clave para vencer a una derecha extrema, que irradia violencia política y vocifera ideas oscuras y delirantes.

El miedo que se adueñó de la antesala de las urnas estableció que el sentido común definiría el comicio. Y quien mejor atrajo al sentido común en el electorado, fue Massa.

Embriagada de encuestas que vaticinaban su victoria, la cúpula ultraconservadora que encabeza Milei exhibió con palabras y con gestos su naturaleza extremista y sus aborrecimientos más viscosos. Más hablaban y gesticulaban, más trastocaba en miedo la frustración de muchos argentinos por la decadencia política.

En los debates públicos, Massa supo ser el que mejor contrastó con la sobredosis de ideologismo y las pulsiones violentas del candidato que esgrimía una motosierra en los actos de campaña. Y cuando llegó el día del cuarto oscuro, al que muchos argentinos sentían como el patíbulo donde un pelotón de fanáticos tremebundos fusilaría la democracia, junto con la moneda nacional y el Banco Central, Massa encontró el mejor resultado posible: sumó más de tres millones de votos, pasando del tercer puesto obtenido en las PASO a vencer por siete puntos a Milei, mientras Bullrich se hundió arrastrando en el naufragio la barca del Juntos por el Cambio, que llevaba tiempo a la deriva.

El fracaso de Juntos porn el Cambio es tan grande, que quedó al borde de la fractura.

Cuando los tres protagonistas aparecieron ante las cámaras al quedar claro el resultado, Bullrich masculló frustración por su derrota y, al anunciar que jamás apoyaría a Massa, implícitamente favoreció al candidato que la había acusado de “matar niños”. Un desacierto más.

Horas más tarde apareció Milei, sin la campera de cuero ni saltando como rockero desquiciado, ni gritando insultos con los ojos desorbitados.

Lo único correctivo que dijo fue: “no vamos a quitar derechos, sino privilegios”. Y mostró que la carta que jugará como as de espada es referirse a Massa como “el kirchnerismo”.

Tiene cuatro semanas para intentar parecerse a lo que nunca fue: un estadista moderado que construye puentes de diálogo y consensos. Parece una misión imposible.

Finalmente, apareció Sergio Massa. Solo en el escenario, sin emblemas partidarios, hablando con serenidad y sin mencionar ni una vez a Cristina ni a La Cámpora; sin decir “todes” ni “compañeres” y sin repetir consignas kirchneristas ni caer en frases triunfalistas.

La distancia con Milei fue muy grande. Se estiró cuando dijo que “la grieta ha muerto” y que se terminó la disyuntiva “amigo enemigo”, fórmula shmittiana que el filósofo Ernesto Laclau inyectó en las venas del kirchnerismo.

También reafirmó su compromiso de convocar de inmediato a un “gobierno de unidad nacional”, si llega a la presidencia.

Massa fue el gran ganador y parte con ventaja hacia el ballotage. Durante la marcha deberá seguir escondiendo a Alberto Fernández y a la vicepresidenta, además de mantener callados a los de su vereda que expresan ideologismos sectarios.

El desafío es más difícil para Milei, que debe mantener callados a todos los que lo rodean, porque tienen incontinencia barbárica.

Y debe esconder la motosierra.

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