Antes de asumir el escaño que había ganado como candidato del PRO, tras reunirse con el entonces presidente Néstor Kirchner y su jefe de Gabinete, Alberto Fernández, el conocido médico Eduardo Lorenzo Borocotó anunció su pase a la bancada kirchnerista.
Aquel noviembre del 2005 la palabra “tránsfuga” retumbó en el Congreso y nacieron nuevas palabras, como “borocotización”. Pero Borocotó siguió ocupando su banca y el partido con el que la ganó no reclamó que la devolviera.
Nunca se sabrá por qué un pediatra mediático suicidó su imagen pública. Es absurdo pensar que cambió de opinión en un día. La duda es si fue sobornado o fue chantajeado por un gobernante que se valía de ambas cosas para construir poder.
No fue el primero ni el último y, ahora, la bancada kirchnerista exige que le devuelvan las bancas traicionadas por quienes saltaron al oficialismo. Con el bochornoso Edgardo Kueider tiene la excusa del intento de sacar del país ilegalmente 200 mil dólares. Pero sus miembros hablan como si al triste Borocotó no lo hubiera cooptado el kirchnerismo, como a tantos otros, con sobornos, negociados o chantajes con comprometedores informes de inteligencia.
Javier Milei parece manejarse con las mismas reglas que se escriben en el lado oscuro de la política. Además, como sus antecesores K, busca poder hegemónico y humilla incluso sus aliados, exhibiéndolos como indignos mendicantes de negocios o poder, como hace con Mauricio Macri.
También es inquisidor con la crítica. Sus aliados empresarios compran medios y echan a los periodistas que no degradan su profesión siendo obsecuentes del poder. El gobierno acosa sin piedad a los que, como Marcelo Longobardi, son liberales centristas que siempre cuestionaron el poder arbitrario.
Con el periodismo de izquierda y con el periodismo kirchnerista, Milei no ha mostrado la saña con que ataca y persigue a los exponentes del verdadero periodismo crítico, como Carlos Pagni, Hugo Alconada Mon, Jorge Fernández Díaz, Ernesto Tenembaum y el propio Longobardi.
Esa modalidad de silenciamiento que el kirchnerismo intentó sacralizar con el oxímoron del “periodismo militante”, está siendo utilizada por el gobierno ultraconservador.
Igual que los ideólogos de Néstor y Cristina Kirchner, el mileísmo proclama la “batalla cultural” para hegemonizar su dictat sobre la cultura política y social. Lo hace del mismo modo: deformando el pensamiento de Gramsci, que en Argentina tuvo grandes intérpretes en intelectuales como Portantiero y Aricó, para justificar la imposición de un pensamiento único que responda a un líder mesiánico.
Este presidente también sigue la regla de marginar, atacar y humillar a su vicepresidente. Igual que Kirchner con Daniel Scioli y Cristina con Julio Cobos, Milei armó una fórmula que mentía una supuesta armonía entre sus miembros y, a renglón seguido, violó lo acordado con Victoria Villarruel entregando la órbita militar a Patricia Bullrich y su nulo lugarteniente Luis Petri.
Después la segregó y, finalmente, lanzó sobre ella sus jaurías de insultadores y los espías del Estado para degradarla y chantajearla con “carpetazos”, como hacían el inefable Néstor Kirchner.
La argumentación ideológica tiene la misma estructura y los mismos instrumentos que planteó Karl Schmitt en los libros que inspiraron al nazismo, el fascismo y el franquismo, y que reciclaron los ideólogos del populismo de izquierda al comienzo del siglo 21, añadiéndoles el componente gramsciano de la “batalla cultural”.
Pero a diferencia del kirchnerismo, Milei hace explícita la concepción anti-liberal de partido. Plantea que su partido debe ser verticalista e inflexible con quienes se aparten del dogma o expresen miradas que no se correspondan con “la línea” fijada por la conducción.
Los partidos de la democracia liberal no son dogmáticos ni homogéneos, sino que, desde una comunidad de ideales y valores, se nutren de una pluralidad de líneas internas que debaten sus programas. A diferencia del “partido único” de las ideologías totalitarias, los partidos liberal-demócratas no tienen una “línea” impuesta desde la cúpula, sino líneas internas que debaten y compiten entre sí.
Milei ahora cita a Lenin porque, como en los partidos marxistas-leninistas, él exige a sus dirigencias sumisión y deposición de posiciones individuales. Ese concepto de partido dogmático y verticalista ha sido el que, desde el leninismo o el fascismo, siempre asesinó la cultura liberal disolviendo al individuo en la masa.