Qué ocurre en cualquier universidad, pública o privada, si un profesor insulta a uno o varios alumnos. O si en plena clase, para graficar lo que está explicando, dice procacidades o hace una señal obscena. Qué pasa si una maestra de primaria recurre al tamaño del sexo del burro como ejemplo de lo que está diciendo. ¿Y si un sacerdote o un pastor o un rabino o un imán en plena ceremonia religiosa ataca con metáforas de muerte a otros líderes religiosos y profiere agravios humillantes contra las otras religiones que no sean la propia?
En todos los casos, la respuesta es la misma: serían sancionados y apartados aunque sea temporalmente de sus funciones por mostrar una incapacidad intelectual, psicológica o moral para ejercerla.
¿Plantearía alguien que repudiar y sancionar esas insanas y repudiables actitudes, es un acto de censura porque cercena la libertad de expresión?
La estadística sugiere que sí; siempre hay alguien dispuesto a enfrentar el sentido común. Pero también demostraría que la mayoría de las personas entienden lo que es obvio: nadie cuyas palabras sean escuchadas por alumnos, feligreses o cualquier audiencia frente a la cual tenga algún tipo de autoridad, puede atribuirse el derecho a la obscenidad, a la descalificación violenta de otros y a otras formas de brutalidad verbal.
Más grave aún, por el alcance del daño que ocasiona, es que un presidente haga del exabrupto la regla y de la amabilidad una excepción que sólo usa para quienes lo adulan o quienes comparten su visión ultraconservadora y limitada del mundo, de la cultura y de la historia.
No hace falta ser moralista ni miembro de “la casta” ni intelectual para ver la gravedad de que quien preside una sociedad haga señales obscenas para descalificar a quienes le cuestionan un nivel inhumano de insensibilidad, o insulte con groserías a críticos y opositores centristas y centroderechistas, o utilice metáforas violentas donde abundan las imágenes de muerte para atacar a diestra y siniestra.
Javier Milei tiene adicción a las vulgaridades y no depara en si su público son alumnos de la secundaria a la hora de usar como imagen de virilidad el tamaño del sexo del burro; de graficar con señales la masturbación al exponer en un cenáculo empresarial; describir “niños envaselinados” como metáfora en una entrevista televisada; llamar “hijo de re-mil puta” y “repugnante” a un ex ministro que acaba de morir, entre otras brutalidades cargadas de desprecio y violencia.
Que, siendo presidente, Milei siga irradiando violencia gestual y verbal, expresándose de ese modo para menospreciar toda crítica y toda oposición, no sólo es una muestra de mal gusto y ordinariez. Es, además de todo eso, una señal de autoritarismo.
Por eso es tan preocupante que en la oposición centrista nadie se sienta ofendido de que su presidente irradie una violencia volcánica cargada de desprecio por los otros, y que solo reprochen levemente que actúe de esa manera impresentable.
También es preocupante que nadie le recomiende ser respetuoso y atenerse a las formas que impone su investidura, en ese entorno presidencial que parece tan obsecuente como los aplaudidores que reunía Cristina Kirchner en el Salón Blanco de la Casa Rosada o donde conferenciara, y como la militancia que la idolatraba en el Patio de las Palmeras.
A la ex presidenta, nadie en su entorno y en su militancia le explicaba el autoritarismo cultural que irradiaban las usinas de linchamiento en los medios y en las redes, que habían creado sus gobiernos y que inspiró a los actuales ejércitos de aborrecedores. Esos que, para defender a Milei, buscan silenciar por amedrentamiento a la crítica y el disenso.
En la política, la franqueza es un bien escaso. Muchos hablan muy bien para no decir absolutamente nada, o para ocultar lo que piensan y sienten. Pero eso no quiere decir que tenga algún mérito insultar, hacer señales obscenas, decir groserías todo el tiempo y usar imágenes perturbadoras y violentas.
No sólo no lo tiene, sino que también es repudiable.
Si quien ejerce la presidencia tiene una naturaleza vulgar y agresiva, la franqueza no es un mérito, sino lo que hace de él una influencia nociva en la sociedad, aunque sea el caso de un gobernante exitoso.
La sinceridad no sirve si lo que expresa es una violencia oscura y viscosa que bulle en la mente y en las emociones.