Estos días se volvió a debatir la cuestión relativa al crecimiento necesario, al modelo de convivencia que nos resulta caro, a su financiamiento, es decir, al futuro que nos vamos o deberíamos dar. Discusión que vale la pena dar si sirve para que el país no se repliegue sobre sí mismo, no se confunda con la “propagandita” peninsular, para que se saque la modorra. La primera conclusión, entonces, es que si el país no crece, se nos va a ir de las manos.
“[E]l Uruguay resulta hoy una nación cuyo equilibrio, de tono medio burgués, cuyo compromiso social la hace hostil a toda reforma de estructuras... Es también un país que... reclama y actúa como si quisiera (pero la impresión es engañosa), que esas estructuras no debieran estar un minuto más vigentes...”. Así nos veía hace más de 45 años Carlos Real de Azúa (“El Impulso y su Freno”). Podría ser hoy.
Nunca faltan los que van a querer culpar a “los políticos”. Y sí, algo hay de responsabilidad en la dirigencia política. Sería inutil negarlo. No obstante, la cultura política encuentra eco en la sociedad en la que se gesta. En las sociedades democráticas las dirigencias son espejo de la sociedad y producto de las bases sociales que las sustentan. Sólo depende de los políticos, cuando la sociedad es políticamente ausente.
Puesto ya el pie en el estribo, lo que está en juego es qué país nos vamos a dar, de cara al tiempo que viene. Del “modelo de convivencia caro” el ciudadano promedio se beneficia cada vez menos y cada vez más lo financia. La paradoja Uruguay, el desierto verde, húmedo y un poco fértil, con serios problemas demográficos se encuentra ahora en una cruz de caminos. Lo que hay que superar es el crecimiento mediocre, la cultura del empate, la repartija con escaso financiamiento, la baja intensidad, el bajo riesgo, el bajo crecimiento, la baja autoestima. Este es el Uruguay que heredamos y el que este gobierno ha ido modificando a tal punto de lograr aquellas cosas, sin las cuales es imposible pensar en mañana.
Varios (son sólo varios en X) salieron a contrarrestar una de las últimas declaraciones del presidente Lacalle. Dijo lo que es sabido: que lo más fácil es tirar piedras desde una esquina y que hay cuestiones políticas que se fijan como contrapuestas cuando no lo son. Cada uno escucha lo que quiere. También en la exred del pajarito, el pájaro canta hasta morir.
Es necesario repensar el país. Al presidente le asiste la razón, ningún país se proyecta sobre la base de la división permanente, mucho menos, cuando hay consensos básicos que -a pesar de que algunos miren para el costado- ya se han establecido.
Antes que morir lento, la falta de creatividad, la mirada corta, el “ir tirando” que encuentra abrigo electoral en los que hoy ganaron el gobierno, prefiero toda la vida a los que, como Elosegui -permanente fuego en la costa del mar Cantábrico- dicen: “Quiero morir por algo”.
Lo urgente y necesario es no perder el tiempo, que se va muy rápido. ¿Por qué no subir al carro de esta discusión a una generación que no sufre la enfermedad de la autocomplacencia nacional? Hacer la plancha, tirarla al óbol, mirar para otro lado: todos sinónimos de un tiempo muerto. En esta patria, la de Saravia y la de “el conjunto de todos los partidos en el amplio y pleno uso de sus derechos”, es una obligación hacer pesar el nuestro. La pelea es contra el quietismo.