Sin glorificación de nombres pero con legión de héroes anónimos que cuidan a sus seres queridos o huyen como pueden, la guerra de misiles y drones se expande entre Israel, Gaza, Irán y Líbano.
Las imágenes y los sonidos de las atrocidades bélicas transmitidos en vivo al mundo entero integran la programación constante de diarios y noticieros. Obligados a mirar infiernos, nos cuesta cada vez más retener la imagen de los rincones pacíficos y celestiales de la Tierra Prometida donde nacieron las tres grandes religiones monoteístas y donde Moisés recibió las Tablas de la Ley con los diez mandamientos válidos para creyentes y ateos.
¿Os habéis sentado en la Emergencia de una mutualista a esperar a un especialista? Ahí desfilan los heridos de la vida: unos con mueca de dolor, otros apoyándose en bastones, muletas o andadores. Unos con vendajes, otros amputados. Casi todos llegan allí por obra de la Naturaleza, generosa en el conjunto y el devenir pero dura y cruel demasiadas veces. Si uno pudiera, le preguntaría al Infinito por qué hay tantas víctimas inocentes de enfermedades y desgracias sin retroceso.
Pero hay algo mucho peor: el hombre ha perfeccionado con tecnología de punta la manera de asesinar o mutilar desconocidos, y ya no necesita la valentía ni el coraje de combatientes aguerridos: le basta la inteligencia programada y la indiferencia ética de los que saben apretar botones para incendiar desconocidos.
Y es cierto que hay guerras justas y necesarias, provocadas por ambiciones y desvaríos de fanáticos con los cuales es imposible negociar.
Pero también es cierto que esas guerras se hacen inevitables por la imperfección de los métodos pacíficos para resolver las contiendas, por la insuficiencia de la capacidad de diálogo de pobres de espíritu que solo quieren yuxtaponer y conciliar intereses, ignorando que toda ambición de paz requiere un ordenamiento espiritual cuya inspiración es imprescindible.
Pues bien. El golpeteo constante de las imágenes de guerra -la de Medio Oriente y la de Ucrania con Rusia- está promoviendo el acostumbramiento, la resignación y hasta la toma de distancia y la indiferencia.
Por eso, las consecuencias de esas guerras no se circunscriben a las regiones bombardeadas: patentizan una derrota profunda del pensamiento, del propósito fraternal, de la idealidad humana. Y los propósitos sobrehumanos.
Hace 230 años, en 1795, Kant escribió “Sobre la Paz Perpetua”. Allí soñó normas que anticiparon 150 años la inspiración de la Organización de las Naciones Unidas. Y así como enseñó que el conocimiento y las virtudes no vienen solos, proclamó que entre los hombres la paz no es un don natural sino una conquista del pensamiento y la voluntad.
Por eso, a la hora de horrorizarnos con todo lo que desencadenó el ataque a traición que Hamas perpetró un año atrás, no debemos dejarnos llevar por la desesperación ni quedarnos en la repulsa que nos produce la retahíla de asesinatos que llamamos guerra.
Al contrario: debemos redoblar nuestra fe en la misión creadora del pensamiento, de los sentimientos y del Derecho. En definitiva, después de todos los horrores, el principio vuelve a ser el verbo, el discurrir, el logos. Y en él renace, perpetua, la esperanza de paz.