Occidente, nosotros

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Entre 492 y 449 AC se enfrentó el Imperio Aqueménida de los persas (o medos) con las ciudades-estado griegas. De aquellos lejanos tiempos nos llega el recuerdo de los emperadores Ciro y Darío y los gloriosos atenienses Temístocles y Milcíades, a quienes recordaremos dentro de pocos meses en la Olimpiada de París cuando se corra la Maratón, la prueba emblemática del atletismo que recuerda la batalla de 490 AC, clamorosa victoria de los griegos.

Como se advierte, estos conflictos entre el viejo imperio persa y el Occidente no son nuevos y nos hablan de una larguísima historia, en que de todo ocurrió en esa región, incluso su conquista por Alejandro Magno, el rey de Macedonia, hijo de Filipo y discípulo de Aristóteles. Por cierto, no siempre fue enfrentamiento, porque hasta 1979 el Irán estaba íntimamente vinculado a las potencias occidentales bajo el imperio del sha Mohamed Reza Pahleví, que había ascendido al trono en 1941 y cayó cuando se produjo la revolución religiosa comandada desde París por el ayatola Jomeiní. El sha había celebrado en 1971 los 2.500 años del imperio en una ceremonia tan fastuosa y fascinante para el mundo occidental, que hasta en las revistas del corazón solían ser portada sus esposas, las princesas Soraya y Farah Diba.

Todo se derrumba en 1979, con una revolución teocrática que corta el proceso de occidentalización, para instalarse un ascetismo religioso de entonación medieval. Al año siguiente, Irán se enfrenta, durante una guerra de ocho años, al Irak de Sadam Huseín, entonces apoyado por EE.UU., aunque parezca hoy ciencia ficción. Este mismo Huseín invade luego a Kuwait y ahí una gran coalición occidental, autorizada por Naciones Unidas y encabezada por los EE.UU., enfrenta al dictador irakí. Nosotros habíamos llegado al gobierno en 1985 y hacíamos malabarismos para no comprometer nuestras exportaciones de arroz.

El hecho es que aquellos polvos trajeron estos lodos, porque Irán, que no es árabe sino persa o medo, pasa a ser el epicentro del chiismo, una de las dos grandes corrientes del Islam, opuesto al sunismo, mayoritario, cuyo líder natural es Arabia Saudita. En el origen de esta guerra está precisamente esa rivalidad, porque Israel había avanzado en el llamado Acuerdo Abraham con los Emiratos, Baréin, Sudán y Marruecos, hasta que comienza una aproximación a Arabia Saudita y allí Irán lanza entonces el ataque de su brazo terrorista, Hamas, el 7 de octubre. El objetivo era mediatizar esa aproximación y perturbar a todo el mundo islámico con la cuña del victimismo palestino. Véase cómo aquella disputa producida entre las fracciones que disputaron la herencia de Mahoma, llega a nosotros a través de la sangrienta invasión que ha desatado esta tormenta. Una suerte de nuevas Guerras Médicas…

El ataque de Irán a Israel marca un cambio cualitativo porque ya no se trata de una guerrilla contra un Estado democrático sino que ahora es un Estado que agrede a otro. No ocurría desde 1991, hace 33 años, cuando un misil irakí impactó sobre una base en Arabia Saudita.

La aparición formal de Irán, no solo por su brazo guerrillero, marca un hito. Pretende ser una respuesta al ataque a su consulado en Damasco, en Siria, que si bien Israel no ha reconocido, debemos admitir que tiene su huella digital. La respuesta iraní ahora ha sido masiva y global. 189 drones Shahed 136 (los que ha usado Rusia frente a Ucrania), 110 misiles tierra-tierra y 30 misiles de crucero. La idea fue “confundir y abrumar”. De tener éxito, era una masacre. Felizmente, EE.UU. ya había advertido del ataque y esto permitió una defensa que, en este caso, fue particularmente efectiva. Mostró, además, que Israel contó con apoyo efectivo de los EE.UU., Reino Unido, Francia y Jordania, algo muy importante, porque es un país del mundo árabe que tiene un tratado con Israel desde 1994 y permitió el sobrevuelo de su territorio.

No se puede ignorar que Irán, como Hamas, siguen desconociendo la existencia de Israel. Y que, además, nunca ha logrado ser muy claro en el cumplimiento de los objetivos fijados en 2015 en el programa nuclear, en que se comprometió a no avanzar en la producción de armamento. Su poderío militar se ha acrecentado enormemente, como a la vista está.

Pese al pedido de sus aliados, Israel respondió con un ataque a territorio iraní que hasta el momento de escribir estas líneas (viernes de noche) se observaba como algo muy limitado. Sea como sea, se mantiene abierto ese peligrosísimo nuevo frente entre dos Estados. Estamos en la dimensión desconocida, porque así como el gobierno israelí vive divisiones, el iraní soporta una presión de opinión públi- ca crecientemente crítica a la dureza del régimen.

Mientras tanto, el conflicto en Gaza sigue allí. Y mientras Hamas no entregue los rehenes, Israel tendrá el derecho (y la obligación moral) de seguir combatiendo para liberarlos. Lo que avala además, el veto de EE.UU. al reconocimiento de Palestina como estado miembro, cuando está en manos de un grupo terrorista, que ha reducido a su mínima expresión a la Autoridad Palestina. Es evidente, además, que la mayoría sunita del mundo islámico hoy sostiene una posición formalmente propalestina, pero que de ningún modo acepta el desvarío de Hamas. Basta observar cómo Egipto preserva su frontera y cabe presumir que si Jordania acaba de actuar como lo hizo fue con el conocimiento de otros estados de la región.

Si sumamos esta situación a la guerra de Rusia y Ucrania, nos acercamos a un panorama de riesgo impensable. Quizás solo comparable a la crisis de los misiles en Cuba en 1962. El zar ruso ha hablado de armamento nuclear como si fuera algo posible y si bien hoy no pasa de ser una amenaza, su sola mención va normalizando lo que debiera ser impensable. Todo indica, además, que la fuerza militar ucraniana viene cediendo al avance de Rusia, dispuesta a ocupar todo el territorio y aislar a la ciudad de Kiev.

En ambos escenarios, Occidente tiene en juego sus valores sustantivos. Israel es su “trinchera” oriental. Ucrania su barrera moral frente al nacionalismo anacrónico de un viejo imperio que pretende resucitar.

Entendámonos, Occidente. O sea nosotros.

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