Ochenta años

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La conmemoración de los 80 años del histórico desembarco de Normandía impone, en estos atribulados tiempos en que el fantasma de la guerra nubla nuevamente el horizonte, tanto un obligado recuerdo como un desafío a la capacidad de reflexión de nuestro mundo democrático. El recuerdo, naturalmente, no es el mismo para generaciones que solo han vivido aquel tiempo a través del libro o del cine que el que podamos tener quienes, niños asombrados, en nuestras casas tratábamos de entender lo que ocurría. Como hemos contado más de una vez, el primer recuerdo de lo que podríamos llamar nuestra vida social, fue ver al acorazado Graf Spee en el puerto de Montevideo, en medio de una multitud, luego de una batalla con tres buques ingleses. Y luego salir toda la familia a la rambla, a observarlo en llamas, incendiado por su capitán una vez que habían enterrado a los muertos.

La guerra estaba ahí. La habíamos visto. En nuestro caso, además, mi padre, director del Instituto Nacional del Trabajo, se había alistado en uno de los dos batallones que se habían formado con voluntarios. Hasta desfiló en una fecha patria con el 14° de Infantería. Los íbamos a ver en los ejercicios de instrucción y, en nuestro imaginario infantil, lo veíamos a nuestro padre en la guerra.

Las alternativas del conflicto se seguían a través de las radios, especialmente la Ariel, con Mario G. Bordoni. El fin de semana era el momento de ir al Cine Azul o al Ariel, donde se daban los “noticiarios” de la BBC y de la Twenty Century Fox, que nos contaban los hechos con retardo, mientras la platea se agitaba de aplausos cuando aparecían Churchill o Roosevelt, Eisenhower o Montgomery o se poblaba de silbidos ante las imágenes de Mussolini o Hitler.

El Día D no fue un día cualquiera. Sonó como un relámpago de esperanza.

Era un tiempo de posiciones definidas. A favor o en contra. Con la democracia o con el nazifascismo. Para la inmensa mayoría, la neutralidad se sentía como complicidad con el enemigo.

Fue la mayor batalla ideológica de la historia. Le siguió otra, entre los vencedores, también por ideas, pero que no llegó al enfrentamiento debido al equilibrio en las armas de destrucción masiva que hasta hoy persiste. El conflicto anterior, de 1914-1918, había sido la última batalla de los imperios por ambiciones territoriales. Terminó con el Imperio Otomano, el Austro-Húngaro y ―el de los Zares (hoy, anacrónicamente resucitado por esta Rusia de Putin).

Naturalmente, el Día D fue solo el comienzo del final. “Ningún otro conflicto de la historia -dice Tony Judt- ocasionó tantas muertes en un período tan breve. Pero lo más asombroso es el número de muertes entre los civiles no combatientes; al menos 19 millones, es decir más de la mitad” del número de víctimas. Salvo en Reino Unido y Alemania, en todo el resto (la URSS, Polonia, Francia, Holanda, Grecia, etc.) hubo más muertes civiles que militares. Ya se había visto barrer ciudades enteras por los alemanes en Guernica en España y en Coventry en Inglaterra. Esto nos habla de que fue una guerra total y que, venciendo escrúpulos éticos (que los tuvieron Churchill y Roosevelt), el bombardeo a las ciudades fue devastador. Como lo sería más tarde cuando la guerra se prolongue en el Oriente y se use por vez primera el armamento atómico.

Rotterdam fue de las primeras en sufrir. Pocas ciudades de Europa se salvaron, como felizmente ocurrió con Roma y París. Hamburgo, en 1943, se arrasó para inmovilizar su puerto: fue el primer ataque masivo de los Aliados a una población civil. También hubo excesos, porque el bombardeo aliado a Dresden, en 1945, cuando Alemania estaba totalmente derrotada, fue más allá de los márgenes de la lógica bélica. Como los vejámenes que el ejército soviético impuso a la población de los lugares que reconquistaba.

La posguerra, sin embargo, fue una obra maestra de política, la contracara de la posguerra anterior. El Plan Marshall propició la reconstrucción europea. Eisenhower el gran comandante del Día D― le documentó al mundo el horror del Holocausto, abriendo camino a una nueva doctrina de derechos humanos. Alemania y Japón, los dos mayores derrotados, se recuperaron para la democracia y la paz con una lealtad admirable. Se creó una institucionalidad internacional, política, económica y financiera, que si hoy muestra falencias, no podemos olvidar que ayudó al mundo a vivir un largo medio siglo de prosperidad. Cuando en 1989 se cayó el Muro de Berlín, se abrió ese gran espacio de la globalización, que parecía asegurarnos la paz eterna con que soñaba Kant.

Desgraciadamente, hoy estamos cayendo en una situación inesperada, con los mayores riesgos desde el fin de la 2ª Guerra Mundial. Salvo en octubre de 1962, cuando se dio la “crisis de los misiles” en Cuba, no se había hablado más de posibilidades de guerra nuclear. Hoy, sin embargo, Rusia lo vuelve a poner en escena. Suena como algo disparatado, hasta suicida, pero lo mismo podía pensarse de lo que estamos viviendo: los EE.UU. y Europa Occidental envueltos en un conflicto que dejó de ser una secuela del derrumbe de la Unión Soviética, para instalarnos de nuevo en un episodio mundial. Al mismo tiempo, también inesperada y paradójicamente, el pueblo judío sufre la mayor agresión desde el Holocausto y su respuesta genera una resurrección del antisemitismo como no se veía desde los tiempos del nazismo. Podrán ser discutibles algunas decisiones del gobierno de Israel, una democracia que incluso debate a su interior, pero no es concebible bajo concepto alguno esta ola universal de rencor y odio, que termina convalidando el terrorismo y una organización social musulmana esencialmente retrógrada. No se puede ignorar tampoco que la confrontación comercial de los EE.UU. con China está dejando atrás el tiempo de esplendor de la libertad comercial y que la pequeña Taiwán asoma como otro riesgo explosivo.

Desde nuestro profundo Sur solemos sentirnos algo lejos de ese mundo en el que poco podemos influir. Sin embargo, él también nos desafía, imponiéndonos mantener alta la guardia en la preservación de nuestros principios esenciales: la libertad, la paz, la tolerancia, la convivencia de religiones y creencias, los derechos humanos y las libertades públicas. Cuando en nuestra Universidad de la República se intenta proscribir a un profesor por sionista o hay quienes no condenan claramente la agresión rusa a Ucrania, está claro que tampoco estamos inmunizados contra el virus de la intolerancia.

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