“Somos de la misma sustancia que los sueños”, escribe William Shakespeare en boca de Próspero, el sabio que desata a Ariel de su cautiverio, el personaje con el que José Enrique Rodó emprendió la conquista ética -y estética- de América.
Ariel es el símbolo del idealismo latinoamericano que se contrapone al utilitarismo de Calibán, la monstruosa criatura que contempla a la cultura norteamericana como un ejemplo a seguir.
Era el tiempo de la guerra entre una España disminuida por años de desgobierno y el rigor de los “Rough Riders” de Teddy Roosevelt. Eran los años en que Estados Unidos pretendía imponer su hegemonía continental. En búsqueda de un modelo alternativo Rodó propuso una vuelta a la armonía de los clásicos greco-romanos, al tiempo que asistía a la política integradora de Battle Ordoñez, primero como columnista de "El Día" y después desde su banca de diputado.
No era nueva esta analogía con la obra de Shakespeare, pues ya lo había hecho Ernest Renan tomando la figura de Calibán como símbolo de la vulgaridad de las masas. A diferencia de Renan, quien escandalizó a Europa con su “Vida de Jesús”, Rodó abrazó el ideal cristiano de la caridad -“dar a sentir lo hermoso es obra de misericordia”- a la vez que, como el autor francés, promovió la capacitación de la dirigencia y el pueblo para hallar una solución a la problemática hispanoamericana.
“No entreguéis nunca a la utilidad ni a la pasión sino una parte de vosotros”, proponía Rodó contra la tiranía de los objetivos únicos, pues el escritor tenía un concepto más amplio de las posibilidades del hombre. Sin embargo, esta moderación no siempre fue observada por sus coetáneos ni las generaciones venideras de latinoamericanos, propensos a excesos y pasiones irrefrenables.
Estos personajes de Shakespeare subsisten en la obra del escritor. Próspero será su Mirador y algunos de sus artículos para "El Diario del Plata" están firmados bajo el pseudónimo de Calibán. Con Ariel, Rodó alumbró al continente americano con la misma antorcha que José Martí había encendido y brilla con Rubén Darío, Ricardo Rojas, Manuel Ugarte y José Vasconcelos entre muchos otros. En el caso de Rodó, su intención es iluminar a la juventud, aunque nos advierte que algunas generaciones están destinadas a "vacilaciones y desaliento" y en otras, como la juventud inextinguible de Grecia, vibrará "la fecundidad, la fuerza y el dominio del porvenir".
Desencantado del batllismo -"los partidos políticos no mueren de muerte natural, se suicidan", advertía Rodó- y preso de una crisis económica, anímica y sentimental que tiñe su obra de melancolía, emprendió como corresponsal de "Caras y Caretas" el tan ansiado viaje a Europa donde la muerte lo persiguió con obsesiva perseverancia -como describe en su “Diario de Salud”- y le da alcance en la pintoresca originalidad callejera de Palermo "sin haber llegado a París”. El deseo insatisfecho, el sueño incumplido, la última ingratitud de su existencia.
“Lo bello nace de la muerte de lo útil; lo útil se convierte en bello cuando ha caducado su utilidad” sostenía este vibrante luchador de la cultura y la educación, fallecido por una insuficiencia renal a los 45 años, cuando aún era mucho lo que podía dar al mundo. Fue en Sicilia donde "la sustancia onírica de la vida, culmina en un sueño eterno.." el primero de mayo de 1917. Dos días más tarde la noticia se conoció en Montevideo, aunque llevó tres años repatriar su cuerpo, recibido por una multitud de seguidores que veló los restos en la explanada de la Universidad. Las cenizas del magistral pensador fueron depositadas en el Panteón Nacional debajo de los de Juan Carlos Gómez.
En los libros de Rodó coexisten la belleza de sus expresiones con la clara exposición de sus ideas, la lucha por la educación, el cultivo estético y la superación de nuestras aspiraciones reflejadas en la metáfora de la fantasiosa relación entre un sabio, un espíritu libre como el de Ariel y la monstruosidad utilitarista, amalgamados por la tempestad de la existencia.