Origen de violencia

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Hace un par de años, el fútbol inglés le hizo pasar un mal momento a un deportista uruguayo por haber posteado un inocente “Gracias, negrito”. El dicho afectuoso, fue malinterpretado por los doctos propietarios de la corrección política de un país que hoy quiere dar cátedra en inclusión, acaso pagando culpas por su pasado discriminador e imperialista. En aquel momento salimos todos a defender al querido Cavani, víctima de un desubicado operativo de cancelación.

Su saludo no tiene nada que ver con el vergonzante acto masivo de racismo que produjo una hinchada contra el jugador de básquetbol Jayson Granger. El hostigamiento en los espectáculos deportivos, donde el color de piel sirve de excusa para insultar a alguien desde el cobarde anonimato, es algo muy distinto. Y se equivocan quienes lo minimizan porque “el básquetbol es así”. Es una lógica tan permisiva como la que califica al femicidio de “crimen pasional”: no hay pasión que disculpe ni justifique un hecho delictivo o la promoción del odio y la violencia.

También es patético que se juzgue de manera diferente un caso de estos, según los infractores sean de mi cuadro o del otro. La cancioncita de barrabrava aquella de “Cómo me voy a olvidar cuando matamos a una gallina, fue lo mejor que me pasó en la vida”, la canta en el fútbol la hinchada del mismo cuadro cuyo jugador de básquetbol fue agraviado ahora.

Hoy nos toca solidarizarnos con Granger como antes lo hicimos en más de una oportunidad con la colectividad judía, discriminada de manera burda por colectivos diversos, incluyendo a académicos e intelectuales.

En un país que a partir de 1985 recuperó su mejor tradición de respeto a los derechos humanos, da vergüenza toparse con estas hordas de fascistas: las que en su versión judeófoba publicitan el odio desde el prejuicio y la desinformación, y las que en su versión racista lo hacen desde una estúpida adhesión camisetera.

La culpa no es solo del chancho, por supuesto. Por una parte, hay árbitros que naturalizan lo deleznable, dirigentes que alientan la imbecilidad o, en el mejor de los casos, la minimizan, y hasta periodistas y comentaristas que hablan de un simple partido como si se tratara del desembarco de las tropas aliadas en Normandía.

Por la otra, hay dirigentes políticos, intelectuales y comunicadores que miran la realidad de Medio Oriente con un solo ojo, reavivando odios milenarios que antes eran patrimonio de la extrema derecha, y ahora se encuentran a sus anchas en una izquierda carente de contenidos y despistada.

No debemos caer tampoco en la indulgencia de decir que todos somos responsables de esta debacle moral: algunos pocos son más responsables que otros muchos. Nos hemos subido a fuerza de algoritmos a la ola global de reaccionar sin pensar e insultar sin debatir. Una vez que la persona cruza la línea de sumar su voz a la de una patota que canta “negro cagón”, no hay eximente que valga. Como pasa con demasiada frecuencia en este país, se dan dos niveles de reacción al problema: en el plano público, declaraciones altisonantes contra la discriminación, y en el plano privado, sonrisas indulgentes que le restan trascendencia.

La responsabilidad de erradicar esta lacra la tiene mucha gente: políticos, docentes, comunicadores. No será fácil, pero es imprescindible.

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