La gente del campo está reaccionando frente a las políticas que han atrasado el tipo de cambio, elevado los precios de la energía y los impuestos, aumentado el endeudamiento, el cual crece para pagar el déficit y en términos generales, aumentando el gasto de baja productividad de la economía, desalentando por esa vía la inversión y el crecimiento.
Lo cierto es que ni las manufacturas, ni la agropecuaria han atravesado por un ambiente de políticas favorables a la inversión, el crecimiento y el empleo. Operan como causa y también como consecuencia el distanciamiento de las capacidades humanas respecto del patrón predominante entre los países que más innovan, más crecen, más invierten y también los que crean mejores oportunidades laborales para su gente.
Un resultado de estas tendencias radica en las limitaciones de nuestra gente para alentar el espíritu emprendedor, la innovación, la creación de complejos productivos que superen por el asociativismo las limitaciones de las microempresas que siempre remuneran muy mal el empleo.
En 2017 crecimos el 3 por ciento y las cúpulas ministeriales tiraron cohetes. Este crecimiento fue un producto de más consumo y menos inversión. En el fondo, fue un crecimiento financiado con endeudamiento —para hacer frente al crecimiento del déficit público— y escasa participación de la mayor producción, empleo y productividad. Todas las fichas están jugadas a los inversores extranjeros que nos ponen condiciones exageradas para hacernos el favor.
Nuestro país ha descubierto desde épocas coloniales las oportunidades para el crecimiento de la producción de alimentos.
En algún momento desde la segunda mitad del siglo XIX, la modernización permitió el aumento de la productividad y del ingreso de ganados y cultivos. Los fuertes cambios que trajo la globalización permitieron consolidar otra etapa de fuerte tecnificación, elevación de la productividad y creación de redes empresariales que marcaron un salto productivo que abrió oportunidades que parecían duraderas, pero la voracidad de los gobiernos ensombreció el futuro. Hace tres años que el Producto Interno Bruto agropecuario no crece y probablemente tampoco lo hará en este 2018.
No hubo capacidad estratégica para asegurar la continuidad del crecimiento en una coyuntura que ofrecía grandes posibilidades. No hubo conducción del proceso de desarrollo. El Ministerio de Ganadería y Agricultura esbozó por momentos alguna idea; pero siendo el único centro pro agro de poder político, no atinó a ordenar las claves de la competitividad y el desarrollo. Los aplausos corrieron por cuenta de los ministros y jerarcas.
Tampoco podemos decir que se sacrificó la veloci- dad de crecimiento para favorecer motivaciones sociales. No mejoró la educación —sin duda la propuesta más importante para un país, que no tuvo progresos— ni mejoró el acceso de la gente a mejores empleos.
Solamente más salarios y más gasto para hacer lo mismo. Corremos hacia la meta de reiterar una década perdida.