Los llamados “procesos de acreditación” son el procedimiento usualmente utilizado en el mundo para dar fe ante la sociedad del nivel de calidad alcanzado por las instituciones y carreras universitarias.
Más allá de diferencias y especificidades, se trata de algo similar a los sistemas de calidad que se utilizan en el ámbito empresarial o en la administración pública.
A lo largo de las últimas décadas, la acreditación universitaria ha consolidado sus propias reglas y sus métodos. Por ejemplo, es habitual que el proceso sea de carácter voluntario (cada institución decide si participa), así como es frecuente que combine componentes de autoevaluación con revisiones realizadas por “pares”, es decir, por universitarios provenientes de otras instituciones (en general, al menos uno proveniente de otro país) que están familiarizados con una metodología común y tienen competencia en el área de que se trate.
El mundo desarrollado ha avanzado mucho por este camino, y ha dado saltos importantes en los últimos años. En Europa existe desde 2015 un conjunto de “Estándares y directrices para el aseguramiento de la calidad” que es aplicado por los 49 países que componen el llamado “Espacio Europeo de Educación Superior”: un bloque integrado, junto a otros miembros más previsibles, por países como Rusia y Turquía.
También América Latina ha avanzado en los últimos años. Colombia aprobó leyes al respecto en 1992 y 1994. Argentina lo hizo en 1995. Otros países lo han hecho más recientemente, como Paraguay en 2013 y Perú en 2014.
En este contexto, Uruguay ha terminado por convertirse en una anomalía regional: somos el único país de América del Sur que carece de una agencia nacional de acreditación. Los procesos de acreditación universitaria que se han cumplido entre nosotros fueron realizados en el marco de un mecanismo instalado por el Mercosur que fue pensado para complementar a las agencias nacionales, pero no para hacer su trabajo.
Así las cosas, hoy tenemos una noticia buena y una mala. La buena noticia es que acaba de elaborarse un anteproyecto de ley por el que se crearía un Instituto Nacional de Acreditación y Evaluación Terciaria (Inaeet). El texto, de 25 artículos, surge de un trabajo de elaboración del que participaron funcionarios del gobierno y representantes de instituciones públicas y privadas. Tras muchos años de hablar del tema sin lograr avances concretos, finalmente ha aparecido una propuesta.
La mala noticia es que el texto tiene una gran cantidad de problemas (por ejemplo, no queda claro el ámbito institucional al que se aplicaría ni los efectos de las decisiones), está reñido con las mejores prácticas internacionales (por ejemplo, en lo que refiere a la progresividad en la instalación del sistema), no conduce a procesos de autonomía institucional creciente (como es usual en otros países) y no ofrece suficientes garantías a los evaluados (entre otras cosas, el Directorio estaría integrado por 5 representantes de instituciones terciarias públicas, uno del MEC y tres del sector privado, lo que da una mayoría automática a las instituciones estatales).
El país necesita una agencia nacional de acreditación, pero no es esta la que merece ser creada. Es de esperar que el proceso parlamentario introduzca modificaciones importantes, porque aprobar el texto en las condiciones actuales sería un falso avance.