Hace casi exactamente un siglo, Max Weber dictó dos conferencias que se llamaron "Política como vocación" y "Ciencia como vocación". Las dos suelen editarse bajo un título común: El político y el científico.
Weber entendía el término "científico" en un sentido amplio, que abarca todo el saber académico.
Con su agudeza habitual, Weber argumenta que la política y la actividad académica son dos tareas que no deben mezclarse. Cada una de ellas tiene su lógica interna. Cada una de ellas plantea exigencias específicas a quienes quieran practicarlas. Un buen académico y un buen político deben conocer los límites que no deben cruzar.
Son buenas ideas. Pero la experiencia histórica muestra que entre la política y la actividad académica siempre hubo una frontera tensa y porosa. Hubo épocas (por ejemplo, la de Platón) en las que el saber académico despreció a la política e intentó sustituirla. Hubo tiempos (por ejemplo, fines del siglo XIX) en los que los políticos se deslumbraron ante los científicos y siguieron con obediencia sus recomendaciones. Hubo períodos de conflicto y también de indiferencia.
Hoy, como en casi todo, vivimos realidades mezcladas. El saber académico ya no tiene la autoridad casi sagrada que tenía hace un siglo, pero sigue siendo escuchado y atendido por los políticos. Muchos académicos tienen una actitud de prescindencia o desprecio hacia la política, pero no suelen dejar pasar una oportunidad de ejercer influencia.
En medio de este panorama confuso, hay una idea tradicional que mantiene un considerable vigor. Esta idea (en la que cree mucha gente, incluidos muchos políticos y académicos) dice que la política es esencialmente una actividad condenada a la parcialidad, mientras que el saber académico es objetivo y solo está impulsado por una búsqueda neutra de la verdad.
Puede que esta idea resulte atractiva pero, en estos tiempos en los que todo se mide, empieza a haber evidencia de que las prácticas reales son diferentes. Estudios empíricos realizados en países con fuertes tradiciones académicas muestran que, en algunas áreas más que en otras, las opiniones políticas de los investigadores influyen sobre su actividad.
Influyen, en primer lugar, a la hora de definir su agenda de trabajo. Hay una fuerte correlación entre los temas que interesan a un investigador y los temas promovidos por el partido político que apoya (identificado, por ejemplo, por las contribuciones económicas realizadas en tiempos de campaña electoral). Si un académico es de izquierda, es más probable que trabaje en temas de equidad o de integración social. Si es de derecha, es más probable que trabaje en represión del delito o seguridad nacional.
En segundo lugar, hay cierta correlación entre las opiniones que un académico defiende como ciudadano y las conclusiones a las que llega en su trabajo de investigación. Es comparativamente poco probable que un académico de izquierda concluya que las transferencias incondicionadas generan dependencia, o que un académico de derecha concluya que la pena de muerte no ayuda a combatir el delito.
Esto no significa que no haya que escucharlos, pero sí sugiere que no hay que tomar sus conclusiones como verdades imparciales e indiscutibles. Probablemente, su tarea consista en construir las mejores versiones posibles de puntos de vista que ya están presentes en el debate ciudadano.