Parlamento de hoy

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ignacio de posadas

Tiempos hubieron, y no hace tanto, en que las barras del Senado y de la Cámara se llenaban en ocasión de interpelaciones o debates trascendentes. Hoy no va ni el loro. Prácticamente, nadie da bola al parlamento. Ni siquiera se oye ya hablar de “cronistas parlamentarios”.

Por un lado, parece lógico: la retórica parlamentaria ya no atrae, está demodé. Vivimos la era del entretenimiento y lo que no entretiene, no existe. Pero el parlamento es algo más que la moda, (o más vale que lo sea). El desprestigio de la institución es más grave que una nota histórica.

Con todos sus defectos y sus atavismos, el parlamento sigue siendo un pilar básico de la Democracia. Su inoperancia y su pérdida de prestigio erosionan seriamente la gobernabilidad democrática.

Algunos parlamentarios son conscientes de esto y les preocupa, pero no dan en la tecla de cómo solucionar el problema, mientras que otros continúan ensayando prácticas y roles perimidos, cuando no directamente absurdos (como citar Ministros para determinar por dónde se escapó un preso o pedir investigadoras por cualquier cosa).

En paralelo, el deslucimiento de la institución hace que sea mal visto remunerar bien a los legisladores, lo cual, unido al enorme consumo de tiempo discursivo y la escasa efectividad, quita todo atractivo, principalmente a la gente joven, de aceptar ese servicio público, dando lugar a una suerte de selección negativa, que agrava todavía más el problema.

El otrora venerable Poder Legislativo parece una mezcla de Torre de Babel y expendio de normas.

Todo esto se da en un contexto en el cual, por un lado, los parlamentos sienten que los ejecutivos los ningunean y entonces se esfuerzan por tratar de cogobernar, al tiempo de aceptar las expectativas populares, de que legislando se mejora la vida de la gente. Con lo cual, creen que deben legislar sin parar. Peligroso error, que se potencia por la pésima calidad técnica de la legislación que producen, fruto del bajo nivel medio de los legisladores.

O sea, una espiral descendente.

Bueno es recordar que los parlamentos, en sus orígenes, no eran cuerpos gubernamentales legislativos. Por el contrario, nacieron como instituciones ajenas a los gobiernos, ubicados del lado del ciudadano, para protegerlo de los abusos del poder.

Incluso, cuando se producen las primeras movidas democráticas en Europa, los parlamentos no legislarán -eso le seguirá tocando a los monarcas- sino que se limitarán a controlar las normas por la vía de su registro (o no).

¿Qué hacer para tratar de revertir el problema (o al menos para evitar que siga empeorando)?

Lo primero sería conseguir que, tanto la gente como los dirigentes, entiendan que la realidad no se fabrica a golpes de leyes y que no es el rol de un parlamento estar todo el día produciendo normas. Al revés. Solía comentar mi padre, que era un hombre muy sensato y de gran experiencia, que el país andaba mucho mejor cuando el Registro de Leyes y Decretos llenaba apenas un tomo (hoy deben ser como cinco por año).

Cuando el país funcionaba mejor, ser legislador era un servicio público que se cumplía en paralelo con las obligaciones privadas de las personas y no a tiempo completo, como es hoy. Es interesante recordar que el Palacio Legislativo fue construido sin que se previeran despachos para los legisladores. No eran necesarios. Ellos trabajaban en las comisiones y los plenarios y no recibiendo gente el día entero.

La complejidad que ha adquirido la tarea de gobernar (en parte por razones tecnológicas, en parte por una explosión de expectativas y en parte por el crecimiento de los aparatos estatales), no debe llevar a los parlamentos a pretender ser coautores. Su fin es de controlar, proteger y establecer grandes líneas. Aquello del Quijote a Sancho: el primer consejo para el gobierno de la ínsula: pocas pragmáticos pero buenas.

Bien se podría empezar por hacer un overhaul completo de los reglamentos de las cámaras, cortando las peroratas interminables, que nadie escucha y las procesiones de grupos de presión, duplicados en cada cámara.

En paralelo, retornar al parlamento a una de sus tareas originarias y fundamental: la de controlar el gasto (en vez de inflarlo). Reglamentar la Constitución eliminando el invento de votar gastos “contra Rentas Generales” y disponiendo que en los presupuestos y Rendiciones de Cuentas, el parlamento pueda reducir o trasponer gastos, pero no aumentar el total proyectado por el Ejecutivo.

De estas cosas y algo más, hay normas redactadas (por mí, hace años). No arregla todo, pero sería un buen primer paso y, además, bien explicado, serviría para reencauzar la imagen del parlamento, mezcla de Torre de Babel y expendio de normas.

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