No soy de natural religioso ni creo en la Santísima Trinidad, por lo que no comulgo con el signo cristiano de la alegría por el nacimiento del hijo de Dios, que a su vez es el mismo Dios. Incluso tiendo a pensar que lo que hubo, hace unos cuantos siglos, fue una inteligente apropiación de una fiesta pagana y solsticial extendida en el Imperio Romano, que favoreció la promoción de esa religión tan minoritaria como monoteísta, a la que adhirió el gran Constantino en el siglo IV y que cambió la faz de Occidente.
Sin embargo, soy plenamente consciente de que la Navidad es un tiempo de celebración familiar por la buenaventura de la vida nueva: la esperanza de futuro que trae consigo tanto en la celebración de la perpetuidad, como en el milagro en sí de la creación de un nuevo ser. Y si todo esto resulta bastante evidente, creo que hoy debe tomar una impronta reflexiva profunda entre nosotros, por causa de la tremenda noticia que recibimos como sociedad con los resultados del Censo 2023: somos un país cuyos nacimientos han menguado, al punto de que en todos los años de esta década murieron más compatriotas que los niños que han nacido.
Occidente sufre la oscura tragedia de la extensión de una cultura de muerte: sus principales países, nuestras referencias de siempre, hace lustros que involucionan en un gravísimo sentido de retraimiento demográfico y civilizacional. Una especie de complejo de culpa acerca del papel occidental en la historia procura avergonzarnos por nuestro pasado; un miedo completamente ideologizado y sin base real nos quiere hacer creer que no hay futuro medioambiental posible, si la población sigue creciendo; y un malestar que hace pie en la poderosa fuerza del resentimiento social denuesta al tradicional proyecto de vida de buscar la felicidad formando una numerosa familia, opción que siempre fue digna y valorada por nuestros antepasados.
En este contexto civilizacional se inscribe nuestro retraimiento demográfico. Este 25 de diciembre debe llegar entonces con una doble meditación. Primero, que todo nacimiento siempre es una expectativa, y la Navidad es la esperanza de que ella traerá felicidad. Y segundo, que la alegría por la nueva vida de la Navidad es la contracara de la profunda desgracia del deambular envuelto en las tinieblas de un discurso resentido y temeroso por los desafíos del futuro.
Estamos ante un reto trascendente como nación. La demografía hace la historia. No hay motivo para seguir transitando una degradación nacional tal que nos lleve a un lento letargo demográfico; sin vitalidad por causa de nuestro envejecimiento; sin futuro por nuestro pesimismo cultural; sin voluntad de dar y crear la vida; y sin mirar al futuro con esperanza, convencidos de nuestras fuerzas y capacidades para salir adelante como Humanidad (como ocurrió desde siempre). Hay que sacarse de encima esos discursos nefastos que quitan gravedad a nuestra decrepitud demográfica; y hay que compartir la alegría por la celebración de la nueva vida en Navidad.
No soy de natural religioso ni creo en la Santísima Trinidad. Pero sí siento que la felicidad profunda que porta consigo la Navidad debe extenderse entre todos nosotros, porque precisamos construir con fe, esperanza y caridad un porvenir lleno de vida para nuestra Patria.