Hace unos días sentí, primero, bronca. Después, dolor. Luego, pasadas las horas, lástima. Lástima hacia quien, para congraciarse con sus superiores, hacer carrera en su trabajo o justificar al correligionario político que se equivocó, intentó enlodar la memoria de un gran uruguayo.
La que tuvo esa actitud miserable no merece que la nombremos. Si habrá sido servil y rastrera que sería demasiado premio mencionarla. Siquiera para criticarla. Allá ella y su miseria.
Lo que sí podemos hacer es responderle recordando a Carlos Páez Vilaró.
Una persona que se mantuvo toda su vida por encima de las rencillas o las peleas. Siempre extendió la mano. Nunca cerró el puño. Si tenía preferencias políticas no las hacía públicas consciente que el arte es de todos.
Si habrá sido grande esa actitud que, al poco tiempo de su muerte, se presentó un proyecto de ley por el que se propuso que el Aeropuerto de Laguna del Sauce se llame Carlos Páez Vilaró. La propuesta llevó la firma de la senadora Topolansky y la mía que, como se sabe, no tenemos muchas coincidencias políticas.
Él, sin embargo, unió en la propuesta a dos personas que tanto discrepamos. Sería bueno que se apruebe.
Cuenta en uno de sus libros Carlos que, siendo joven, escuchó el sonido de tambores mientras recorría el barrio Palermo. Subió una enclenque escalera de hierro en el Conventillo del Medio Mundo. En la parte alta del mismo se encontró con el sitio “donde todos los tambores dormían durante el invierno para despertar en el carnaval”. Llamó al lugar “la posada del candombe”.
Ciudadano del mundo llevó su arte a los rincones más recónditos de la tierra. Sin importar quien disfrutaba del mismo. Pintó un mural de 162 metros en la OEA, en Washington, otro en el Hotel Hilton de San Pablo, en el Papillon Pub de Nueva York y en el Palacio Presidencial de Brazzaville en el Congo. Al mismo tiempo pintó murales en el Liceo de Florida, Uruguay, el diario El Pueblo de Salto, la Escuela Juana de Ibarbourou en Santiago de Chile, los patrulleros de la policía de Maldonado, la vela del Capitán Miranda o los aviones de la aerolínea estatal uruguaya.
Recibió de Pablo Picasso, de regalo, sus cerámicas. Visitó al Dr. Albert Schweitzer, el médico misionero que cuidaba de leprosos en Gabón, África. Dejó ahí un mural y sintió que estaba en presencia de un santo, diría después.
Podía estar en Tahití conversando con Marlon Brando mientras pintaba en su casa, recibir a Vini-cius de Moraes y Jorge Amado en Casapueblo, o fil-mar “Batouk” con Aimé Césaire pero nunca olvida- ba sus raíces. Volvía todos los febrero a los barrios Sur y Palermo para reencontrarse con Juan Ángel y “Morenada”.
Cuando cumplió noventa salió en Las Llamadas del brazo de Cachila, el hijo de Juan Ángel. Lo hizo, como dijo, para cerrar su aventura entre tambores y “recorrer entre humaredas de chorizos al pan las callecitas doradas del Barrio Sur y abrazarme con su gente por última vez”.
Falleció al poco tiempo.
Entre su hijo perdido y él, solo estuvo la luna. No paró de buscarlo hasta que lo encontraron, metiéndose en la piel de todos los uruguayos cuando con voz entrecortada leyó por Radio Carve la lista de los sobrevivientes de los Andes.
En el 2004 realizó una exposición “por la ruta de los pájaros pintados” recorriendo todo el país en homenaje a la maestra uruguaya. Atrás quedaban decenas de exposiciones, festivales de cine como el de Cannes y bienales internacionales.
Quizás la más recordada fue la de San Pablo en 1965 en la que participó con su obra “Plac-Art” que tenía a un hombre dentro del cuadro. Se presentó en el aeropuerto a tomar el vuelo y llevaba un solo pasaje, el suyo. Cuando le preguntaron por quien lo acompañaba dijo que era parte de su obra. Viajaron los dos, Carlos y la obra de arte.
Tendió la mano a todos. A los que tenían y a los que no tenían. A los de todos los partidos, religiones o lo que sea. Era, por vocación y forma de ser, universal.
Nos legó su “escultura habitable”. Esa Casa Pueblo en la loma de la Ballena que con sus blancos se destaca sobre los grises de las piedras, el verde de los pastos y el azul del cielo y el mar. La construyó pidiendo “perdón a la arquitectura por mi libertad de hornero”.
Era la época en que, por suerte, si uno se construía su casa personalmente o con la ayuda de amigos, en forma benévola, no había que inscribirse en las oficinas estatales ni prever aportes ni cosas que se le parezca. Eso vino mucho después.
En esa Casapueblo, Carlos era rico en amigos y soles. Aún hoy, al atardecer, se puede escuchar su voz diciendo: “Chau Sol. Gracias por provocarnos una lágrima al pensar que iluminaste tan bien la vida de nuestros abuelos, de nuestros padres y la de todos los seres queridos que ya no están junto a nosotros pero que te siguen disfrutando desde otra altura. Chau Sol, mañana te espero otra vez. Casapueblo es tu casa, por eso todos la llaman la casa del sol. El sol de mi vida de artista. El sol de mi soledad. Me siento millonario en soles que guardo en la alcancía del horizonte”.