En la miríada de reformas que propone la ley ómnibus en Argentina, han tomado estado público una serie de artículos que afectan directamente a las industrias culturales. Se eliminarían todos los subsidios a la producción cultural, aun aquellos que no paga directamente el Estado, sino que provienen de tasas sobre venta de entradas de espectáculos y de la recaudación de la lotería.
El proyecto se lleva puesto al Instituto Nacional de Teatro, al Instituto Nacional del Cine y Artes Audiovisuales y a la Sociedad Argentina de Gestión de Actores e Intérpretes.
La medida se suma a lo que los mileístas llaman “terminar con los privilegios”. En el desastre económico que vive el país hermano, ven a la cultura como una fila más de una extensa planilla Excel y no le atribuyen otra funcionalidad que la de habilitar una bienvenida ampliación del recorte. No hay plata, punto.
Como aderezo, agregan generalizaciones erróneas, como que los artistas beneficiados por estas instituciones son todos “ensobrados” del kirchnerismo. En las redes se lee también la falsa oposición de que los apoyos a la cultura van en detrimento de la alimentación de los pobres.
Desde esta misma página, creo haber sido uno de los primeros en advertir que aquel panelista de televisión llamado Javier Milei, más allá de su lenguaje grosero, empezaba a poner sobre la mesa una batalla cultural de gran importancia para un país que iba directo hacia el abismo.
Si algo tiene de bueno predicar a favor de la economía de libre mercado, es que promueve un baño de realidad al pensamiento mágico de los colectivistas, esos indomables defensores del castigo a la producción, el control de precios y la impresión de billetes que no valen nada.
En aquel momento, cuando el actual presidente rompía piñatas simbólicas del Banco Central, en shows de stand up, pocos creíamos que ese debate por él instalado, eminentemente ideológico y académico, sintonizaría de tal manera con la mayoría absoluta de un pueblo argentino harto de la demagogia populista. Ahora está pasando lo impensado: que el canal opositor C5N saca a movileros a la calle para que la gente se queje de lo que han subido las tarifas y que esta responda que lo acepta, porque se está desactivando una bomba dejada por el gobierno anterior.
Lo que me cuesta entender es qué tiene que ver este sinceramiento de precios con la eliminación de una subvención cultural que el mercado pagaba sin protestar, a través de tasas fijadas sobre el consumo de sus propios productos artísticos. Un libertario me responderá enseguida que, al eliminar esos tributos, las entradas bajarán de precio y los espectáculos serán más competitivos. No es seguro que eso pase: los precios se regularán por oferta-demanda y, si la oferta del cine y el teatro local decae por falta de fondos de producción, ya sabemos cuál será la consecuencia.
El error consiste en tratar a la cultura como un producto más, equiparable a un servicio de energía eléctrica, un automóvil o un detergente. Es imposible medir la aportación cultural con una ecuación de costo y beneficio tangibles. Si el Estado no incentiva a las industrias creativas, su supervivencia y desarrollo quedarán librados únicamente a los gustos mayoritarios, que son válidos pero no deberían ser excluyentes.
En nuestro país, gracias a que existe el Fondo Nacional de Música (FONAM), hay artistas que acceden a comprar un instrumento o grabar sus obras, aunque el libre mercado privilegie a los reguetoneros que lideran las descargas de Spotify.
Gracias al Fondo Nacional de Teatro, hay grupos que se arriesgan a poner en escena obras de Shakespeare, Chéjov o jóvenes autores emergentes, aunque el libre mercado privilegie las comedias que traen los mediáticos argentinos.
Antes de cantar loas a la movida de Milei, recordemos que la ley del Fondo Nacional de Teatro y el decreto del Instituto Nacional del Audiovisual son de 1992 y 1994, respectivamente, durante el gobierno de Lacalle Herrera. La ley del Fonam nace en 1996, el de Sanguinetti. En 2008, bajo la presidencia de Vázquez, el Instituto del Cine se convertiría en Instituto del Cine y el Audiovisual del Uruguay (ICAU). Y durante el actual gobierno, en una Agencia con las mismas prerrogativas y mayor agilidad de gestión. No parece necesario recordar el éxito, tanto cultural como económico, que vienen generando a partir de 2020 las exoneraciones impositivas a la industria audiovisual.
Está más que claro que la subvención a la cultura no puede ni debe ser una herramienta de protección prebendaria a determinadas personas, por sus afinidades u obsecuencias políticas. Pero para eso existen mecanismos de control y gestión, que garanticen la transparencia de las asignaciones.
En el caso argentino, la pregunta es bien simple: los recursos obtenidos de tasas sobre entradas de espectáculos o juegos de azar comprados voluntariamente por la gente, ¿adónde irán, si se los quita a la producción cultural? Ojo con que se los quede “la casta”.