Algo característico del Uruguay es que es una sociedad en la que la política tiene un papel desmesurado. Creo que esto se debe a que la política es un instrumento con el que se puede acceder a la entidad trascendente que da seguridad, previsibilidad, resuelve problemas, y genera admiración: el Estado. El politicismo uruguayo tiene su razón histórica en que el país fue Estado antes que nación, producto de la diplomacia británica; y en sí, hablar de nación uruguaya con una cultura tradicional, no es lo más acertado. Entrado el siglo XX, Batlle elevó al Estado a su condición de entidad trascendente por medio de avances sociales muy progresivos, y ha persistido la idea de que es el canal por el que se dirige la sociedad uruguaya, que defiende y da derechos. Por lo tanto, es entendible el querer ser parte de Él, y que sea un sacrilegio para muchos que se plantee su reorientación o reducción.
A mí al menos me resulta interesante y hasta cómica la forma en que en los medios tradicionales se le presta atención a todo aspecto del Estado. Toda persona que tiene un cargo público tiene como un aura que lo transforma en oráculo merecedor de salir en la televisión, radio o diarios, comentando hasta las cosas más triviales que han sucedido en su oficina. Esto se explica en parte porque los medios tienen la necesidad de mostrar contenido, pero creo que más profundamente se debe a que son los nuncios de nuestra deidad y fundamento cultural uruguayo. Hasta las personas que tienen algún vínculo muy anodino con el Estado, como ser politólogos o sociólogos que dirigen las empresas encuestadoras, son entrevistados como celebridades. En los tiempos electorales se transforman en los profetas que, analizando la opinión pública, predicen quiénes van a ocupar el lugar divino de las oficinas estatales. Y un lugar especial lo ocupan los economistas, que tienen una conexión mística con el dinero, la sustancia vital de la política y el Estado.
El filósofo español Ortega y Gasset definió la absorción de la vida por la política como “politicismo integral”. El problema es que en política domina la utilidad, lo pragmático, la retórica, la propaganda, y el manejo de la opinión pública. Por eso es que es “el imperio de la mentira”, a través de la que se quita la soledad e intimidad con la que se puede ser uno mismo. El producto son personas completamente socializadas, y cuando uno tiene puestas las anteojeras ideológicas o del partido, se transforma en una especie de idiota. Aquí bastardeo un poco el sentido originario del término “idiota” para referirme a personas absolutamente identificadas con sus ideas, lo que no es otra cosa que ser determinada por la circunstancia, ya que la posición política está definida por el lugar económico, sociocultural y geográfico en el que nace, habiendo muy poco de elección racional. Por eso es que escribe Ortega que “ser de izquierda es, como ser de derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejia moral.”
Hay que aclarar que es bueno que como principio las personas estén comprometidas con el destino colectivo y por el proyecto que es una sociedad. Pero todo tiene que tener su nivel apropiado. El problema es que ese politicismo, que como todo ismo refiere a una inflamación, conlleva a otro, el estatismo, esa adoración que le tenemos los uruguayos al Estado. Ortega y Gasset también decía que “el Estado es un aparato ortopédico que la sociedad se pone a sí misma para subsistir”, y que “un aparato ortopédico es ya, por sí y sin más, un mal; y por perfecto que sea, es siempre deficiente”. Es cierto que nuestro país padece de una patología social muy seria, una fuerte desigualdad, pero el problema es la tendencia fuerte a asumir que el aparato tiene que reemplazar a la pierna. Por eso es que al Estado se le exigen cosas, lo que no es otra cosa que una especie de fetiche. Porque el Estado no es autosuficiente, sino que lo bancamos todos. Toda exigencia de un derecho le pone la carga a alguien más para satisfacerlo.
Hay una importante diferencia social en el rol que juega la política si nos comparamos con otros países, como los norteamericanos, donde esta tiene un lugar marginal en la vida de las personas. Esto se ve reflejado en que muchos ni siquiera votan, lo que demuestra que mucha gente vive despreocupada, confiando en que nada va a cambiar demasiado gane quien gane las elecciones, y un sector privado fuerte que disminuye la obsesión con agarrar un empleo público. Además, creo que la corrupción no pasa tanto por el acomodo directo en el Estado ni el nepotismo o amiguismo, como en el Uruguay, sino más que nada por usar al Estado para favorecer negocios.
En fin, en todos lados se dan esas desviaciones, pero me parece que allá hay una cierta homeostasis prepolítica de gente que, como explicó Max Weber, comparte una forma de vida basada en valores religiosos protestantes que con el tiempo se fueron evaporando pero dejaron su estructura de funcionamiento. Ahora en Norteamérica hay diferencias regionales muy fuertes, pero parte de esa estructura de funcionamiento es la ausencia de esa adoración al Estado. En nuestro país, de secularización muy temprana y sin una cultura arraigada, el Estado asumió el rol providencial, lo que llevó a ese politicismo integral del que hablaba Ortega, y el afán a ser parte de su estructura.
El problema es nuestro olvido de que la política ni el Estado son fines en sí mismos, y que lo único que pueden hacer es ampliar el espacio en el que la sociedad civil pueda florecer partiendo de una cultura establecida. Pero más allá del fútbol y una identidad no-argentina, tenemos poco; nos identificamos con cierta mediocridad y grisura, y lo que nos queda es la política como liturgia del Estado. Para los orientales, este es el camino, la verdad, y la vida.