La prensa existe para cuestionar al poder, no para unirse a él. Si cada vez más periodistas se van al otro equipo, ¿quién se va a quedar para hacer las preguntas difíciles?
La migración de comunicadores a puestos gubernamentales representa uno de los hechos más trascendentales, aunque poco discutidos, del ecosistema informativo. Este éxodo profesional conlleva implicaciones que van más allá de las decisiones individuales.
La tensión fundamental es patente: el periodismo existe principalmente para vigilar al poder, mientras que la comunicación oficial busca gestionar la percepción pública de ese mismo poder. Cuando aquellos entrenados en la primera disciplina transitan hacia la segunda, la función de contralor se debilita o, al menos, se pone en cuestión. Las fuerzas económicas que impulsan esta tendencia son claras.
El modelo de negocio de los medios, por no decir su viabilidad, está en entredicho, mientras que trabajar para un gobierno ofrece estabilidad, mejores salarios y menor precariedad.
Al tener que elegir entre el idealismo profesional y la seguridad financiera, muchos optan por la opción pragmática. Para más de uno la maquinaria del Estado deja de ser un objeto de escrutinio para convertirse en una oportunidad laboral.
Existe una estructura de incentivos perversa. Los periodistas son conscientes de que sus futuras perspectivas laborales pueden depender de las relaciones con funcionarios a quienes se supone deben hacer rendir cuentas. Incluso sin una planificación explícita, esto puede influir en la cobertura y crear un sesgo, más o menos consciente, que favorezca el acceso institucional en lugar del cuestionamiento.
Un periodista que pretende incorporarse al gobierno puede suavizar su labor informativa para evitar romper puentes. Esto conduce a una dinámica peligrosa en la que la prensa se maquilla por ambición profesional o por necesidad económica. Esta difuminación de roles no contribuye a reconstruir la desgastada relación entre los medios y la sociedad.
La facilidad con la que los periodistas se adaptan a roles gubernamentales evidencia que estos mundos operan en círculos concéntricos. Termina siendo, en el mejor de los casos, propaganda estatal con mejores valores de producción: una cualidad insuficiente para una democracia saludable.
La asimetría de la transición merece atención. El movimiento fluye de forma abrumadora del periodismo al gobierno, rara vez a la inversa. Esta vía unidireccional refleja no solo la mayor remuneración gracias a la plata de todos, sino también al deterioro del prestigio de la profesión.
La pérdida no es solo individual. Cada salida refuerza la percepción de que el periodismo es un oficio transitorio y de menor valor. Hubo una época en que la gente confiaba en los periodistas. Algo cambió.
Primero dejaron de prestar atención a las noticias. Luego, dejaron de creer en ellas. Sin embargo, a pesar del escepticismo y la distracción endémicos, existe una sed persistente de información fiable.
El periodismo necesita distancia de las instituciones que cubre. Cuando esa separación se revela permeable, la ya frágil confianza en los medios se erosiona aún más. En un contexto donde la desinformación envenena el discurso público, la función periodística debería ser más relevante que nunca. Un periodismo sostenible requiere modelos de negocio competitivos, condiciones laborales dignas que incentiven carreras a largo plazo y un reconocimiento de su función irremplazable. Hoy todo eso suena a utopía.
La aceitada conexión entre periodistas y gobiernos no es simplemente una tendencia del mercado laboral, sino una reestructuración fundamental de los flujos de información. A medida que se difuminan los límites entre estas instituciones, cuando la prensa se aferra demasiado al poder, la democracia se resiente.
Lamentar que los periodistas ingresen al Estado supone asumir una pureza que quizás nunca haya existido del todo. Lo que ha cambiado no es el fenómeno, sino su visibilidad.
Un análisis más honesto reconocería que el periodismo y el gobierno han coexistido siempre en un ecosistema de información e influencia.
En muchos casos, el vínculo ha sido, y seguirá siendo, incómodamente incestuoso.
La capacidad de transitar sin esfuerzo entre ambos mundos, que en teoría deberían ser opuestos, revela cuestiones elementales sobre cómo funciona el poder.
En lugar de ver estos movimientos como traiciones individuales, podríamos entenderlas como el resultado inevitable de la incapacidad del periodismo para mantenerse independiente de las fuerzas que pretende escrutar.
Quizá el aspecto más revelador es la poca frecuencia con la que estas transiciones del periodismo al gobierno provocan algo que se asemeje a una introspección.
Quizá esa sea la verdadera historia que vale la pena contar.
Es probable que la solución no resida en exigir mayor criterio a los periodistas mal pagados, ni tampoco en esperar algo de los operadores interesados, sino por crear modelos sostenibles que permitan algún grado de autonomía tanto ética como financiera. Hasta entonces, la puerta giratoria seguirá impulsada por la fuente de energía más eficaz que conoce la humanidad: el billete.