El artículo 28 de la Constitución fue redactado en una época en que no había mensajería instantánea por celulares ni redes sociales en general. Pero es muy claro y sigue muy vigente: “los papeles de los particulares y su correspondencia epistolar, telegráfica o de cualquier otra especie, son inviolables, y nunca podrá hacerse su registro, examen o interceptación sino conforme a las leyes que se establecieren por razones de interés general”.
Sin entrar en detalles leguleyos, la verdad es que se puede admitir (ley por razón de interés general) que por una causa penal se examinen intercambios de mensajes entre el protagonista de esa causa y personas vinculadas a ella, a los efectos de arrojar luz sobre el asunto. Pero de ninguna forma pueden ventilarse públicamente esas conversaciones analizadas con ese objetivo en la Justicia; ni tampoco pueden guardarse registros de otro tipo de diálogos entre el imputado en cuestión y terceras personas.
En criollo: si alguien, por ejemplo, es penalmente investigado sobre un posible tráfico de drogas, quizá corresponda analizar su correspondencia “de cualquier especie” archivada en su celular con su presumible socio en la tramoya ilegal; pero de ninguna manera ha de investigarse y conservarse judicialmente sus chats con su mujer donde trate temas domésticos o familiares. Ese, sintéticamente, es el espíritu de la Constitución que fija la inviolabilidad de la correspondencia y los papeles de los particulares.
Además, hay obviedades de la comunicación que deben dar contexto a los mensajes escritos y orales de cualquier chat privado. Una persona no se expresa de la misma manera en una conversación pública que en una privada, ni escrita ni oralmente; y las personas, sobre todo en la confianza de diálogos privados, mienten, exageran, ocultan, disimulan, distraen, juegan con dobles sentidos de expresiones, y comparten implícitas referencias sociales y culturales que muchas veces dan sentidos específicos a esos diálogos. Y todo eso lo hacen, cada vez, en función de su interlocutor y del tipo de relación que tengan con él.
Por ejemplo, tengo un amigo que es radicalmente de izquierda, y que al iniciar sus chats conmigo casi siempre me dice, “¿qué hacés, putazo?”: en la inviolabilidad de un chat privado y con nuestra amistad de más de tres décadas, eso me despierta una sonrisa y seguimos conversando. Si ese diálogo pasare a ser público, naturalmente habrá quienes creerán que soy putazo, y/o que mi amigo es homofóbico. En el actual contexto social, no quiero ni pensar el tamaño de cada una de nuestras horcas si, además, fueran revelados el conjunto de chistes y comentarios absolutamente incorrectos (y de llorar de risa) que esos diálogos han generado a lo largo de los años sobre todo tipo de tópicos.
¿Debemos admitir que no existe más la garantía del secreto de los diálogos privados, y pasar a cuidarnos todo el tiempo de lo que decimos, como dio a entender la nueva presidenta de los blancos, aceptando así que vivimos en una sociedad muy parecida a la película “La vida de los otros”, y que con un poquito de mala fe cualquiera podrá enjuiciarnos, como en Salem, a partir de una filtración ilegal e ilegítima de un chat? No quiero. Prefiero seguir sonriendo cuando recibo el “¿qué hacés, putazo?”.