A principio de esta semana, en viaje a Buenos Aires, con el Cr. Carlos Arrosa nos lamentábamos por el clima de intolerancia. Hablamos de la campaña electoral, de las cosas “sucias” que aparecen y también hablamos de la violencia en el deporte. Aquello de que antes no era como ahora. Cosas de veteranos, quizás (él mucho menos que yo). Nos despedimos y a poco de estar instalado recibí un mensaje de Arrosa. Me impactó y lo comparto.
Se trata de una anécdota narrada allá por principios de los años 50 en el transcurso de una interpelación parlamentaria, por el entonces ministro de Instrucción Pública Justino Zavala Muniz. Resumo un poco, dice así: “…una mañana, apenas terminada la guerra de 1904; viajaba entonces en la diligencia mi familia y algunos pasajeros. Se había hecho la paz. ¡Por fin la paz! Pero todavía quedaban por los campos de la República algunas partidas sueltas de una y otra divisa regresando a sus pagos. La ley todavía no ejercía su imperio. Lo tengo en los ojos como una fresca imagen: bordeábamos un sendero entre las altas colinas. De pronto, sobre una cumbre, recortándose en el horizonte, cien lanceros gauchos de divisa blanca o celeste. Alguien pronunció el nombre de quien los comandaba: era Carancho, un comandante blanco. El pánico se apoderó de la diligencia. Allí veníamos nosotros; la hija de un general enemigo. ¡Tanta sangre derramada entre unos y otros! ¡Tanto odio encendido! El temor hizo bajar las ventanillas de la diligencia. Los jinetes galopaban hacia nosotros para rodearnos. Carancho se adelantó y preguntó: ‘¿Quién viaja ahí?’. Alguien, con miedo, quiso disimular nuestro apellido, fatídico apellido en aquella hora. Pero mi madre, levantando la ventanilla de la diligencia, contestó: ‘Aquí viaja una hija de Muniz con sus hijos’. Carancho oyó el nombre: echó pie a tierra, se sacó el sombrero y en gesto igual de gallardo sus cien lanceros se quitaron el sombrero. Carancho se adelantó y dijo: ‘Señora: combatimos contra su padre, pero aquí está esta lanza para escoltarla’. No puedo olvidar esta imagen, ejemplo de un país con una y otra divisa. Así comencé a ver con mis ojos de que país vengo y en el que vivo…”
Me erizó. Quizás por los temas y cambios de que hablamos en el barco, me recordó algo que viví hace 75 años. Nada heroico, por cierto, pero que tiene su que ver con eso de cosas que han cambiado. Fue en mi primer clásico: en el Centenario, en 1949. Quién no lo recuerda. Vi a Walter Gómez y a Juan Alberto Schiaffino, la única vez que se enfrentaron, creo. Pa’ los contras.
En tren desde Casupá, papá, mi hermano mayor Carlos y yo llegamos a la Estación Central a las 13. De ahí disparados al estadio. ¡Qué fiesta!: chorizos, Coca Cola, helado. No se nos daba todos los días. El viejo nos prometió que si había tiempo nos llevaba a ver la embotelladora de la Coca Cola, en la calle Pouey. Mamá era de Peñarol y blanca, papá batllista y de Nacional. Yo soy hincha tricolor. Carlos era “manya”. Cada uno vestíamos la camiseta de nuestros respectivos amores. No fue un buen debut para mí. Pero el partido terminó antes. Pudimos ver las botellitas como soldaditos. Por la calle mucha gente mostraba su simpatía por esos dos niños con su padre y sus camisetas con diferentes colores. Alguien dijo: “uno triste y el otro feliz”.
“Sí, pero vea que igual ambos van contentos y de la mano”, le advirtió papá.