El próximo 14 de diciembre se cumplen cien años del nacimiento de Antonio Taco Larreta, uno de los intelectuales y creadores más importantes del país en varias disciplinas.
Fallecido el 19 de agosto de 2015, este año hubiera merecido una recordación similar a la de China Zorrilla, cuyas vidas y carreras transcurrieron juntas en varios momentos y con similar repercusión, aunque por motivos y en lugares diferentes.
Tal como lo destacó el actor y académico Jorge Bolani días atrás, en el homenaje que le realizara a Taco la Academia Nacional de Letras, a la que perteneció como académico emérito, Antonio Larreta debió ser incluido en los homenajes oficiales a China Zorrilla que se cumplieron este año, especialmente en el del Día del Patrimonio. Es que los merecimientos de Taco son tan válidos y dignos de reconocimiento como los de China, tal como argumentó Bolani en una brillante y documentada síntesis. Taco y China se conocieron cuando tenían 10 años y sus comienzos artísticos los unieron en varios proyectos, obras y espacios de actuación. Luego, ya consagrados, volvieron a encontrarse. Hubiera sido justo un doble homenaje que los reuniese otra vez cuando ya no están y a un siglo de su nacimiento.
No es necesario que abunde aquí en los talentos de China, difundidos con profusión durante todo este año. Los de Taco no le van en zaga, pero han repercutido a niveles diferentes, acaso los de China fueron sin dudas más mediáticos y quizá más populares. Eso no disminuye su enorme figura artística. El repaso de Bolani sobre las distintas actividades de Taco en la cultura es apabullante: fue actor y director de teatro y cine, traductor y adaptador de obras de distintos idiomas y orígenes, guionista de cine y televisión y por supuesto dramaturgo y escritor, con obras literarias distintas y siempre ambiciosas. Basta recordar su novela Volaverunt, con la que obtuvo el Premio Planeta en 1980, cuando Taco vivía en España. Es el único escritor uruguayo que ganó el premio más importante de las letras españolas después del Cervantes. A todo esto debe agregarse su actividad como fundador de varios grupos teatrales en distintas épocas y con un talante abierto para la integración actoral y el repertorio. También fue periodista de la sección espectáculos en este diario.
Ese cúmulo de ocupaciones y energías que desarrolló Taco lo hacían definirse a sí mismo como un intérprete, en el sentido de mediador entre la obra y el público: teatral, cinematográfico o lector. Pero, detrás de esa autodefinición tal vez humilde, se agiganta el sentido de su figura como intelectual y hombre de la cultura. Desde cierto punto de vista, fue un renacentista que quiso abarcar todo lo que su pasión le impulsaba y permitía. Su cultura y sensibilidad lo habilitaron a hacerlo. Tanto que, una de las razones que determinaron que de un día para otro tuviera que exiliarse en 1972 fue su obra Juan Palmieri, influida por el teatro brechtiano y la situación política que vivía el Uruguay. Antes, su puesta y dirección de Fuenteovejuna de Lope de Vega en el Teatro El Gapón, en 1969, permaneció tres años en cartel y fue una de las experiencias teatrales que como espectador más recuerdo en mi vida.
A partir de su exilio, Taco se consolida en España como una figura multifacética y exitosa: desde guionar la famosa serie El Curro Giménez junto al actor también uruguayo Sancho Gracia, a realizar junto a Pilar Miró el guion de Gary Cooper, que estás en los cielos o Los santos inocentes, de Mario Camus, y triunfar en el Premio Planeta, su tarea es incansable y diversa. En 1992 obtuvo el premio Goya por el mejor guión adaptado por El maestro de esgrima, sobre la novela de Arturo Pérez Reverte. Con la apertura democrática de Uruguay Taco, un montevideano esencial, decide regresar en 1985 al país para retomar su actividad polifacética: actor de cine y teatro, director teatral y cinematográfico y escritor pero, por sobre todo, protagonista de primer nivel del quehacer cultural.
Voy a referir aquí algo personal, que habla de la grandeza de Taco desde el punto de vista de su ética y honestidad. En 1986 me ubica -no nos conocíamos- para proponerme realizar una película sobre mi cuento El elogio de la nieve, que el año anterior había recibido el Premio Juan Rulfo. De inmediato nos ponemos de acuerdo y él se aboca a redactar el guion. Por lo general, nos reuníamos cada poco tiempo en el café del Rex, para que me comentara avances y detalles de la idea. Tenía in mente un proyecto ambicioso para el que quería sumar a Eduardo Aronovich en la dirección de fotografía y Federico Lupi, Héctor Alterio y Ulises Dumont en los papeles principales. En ese momento, el costo del proyecto era muy superior al promedio de lo que se hacía en Uruguay. Presentó el guión a la convocatoria del FONA, si mal no recuerdo en 1987, y obtuvo el primer premio de 70 mil dólares. Obviamente, esa cifra no era suficiente para producir la película que quería dirigir Taco. Sin dudarlo, devolvió íntegro el importe del premio.
Desde su regreso, Taco se destacó como escritor prolífico que publicó sucesivos libros de temática diversa: ficción con la notable El guante, la que tuve el honor de presentar; biografías: una sobre Villanueva Saravia, A todo trapo y otra, El jardín de invierno, muy personal y conmovedora sobre su vida en la calle Sarandí durante su niñez, entre otros títulos de indudable calidad.
Los últimos años de Taco no fueron los mejores de su vida. Atravesó problemas económicos que lo obligaron al remate de muebles, objetos y pertenencias muy queridas. Su salud también lo limitó. Cuando falleció, fue velado en el Teatro Solís pero la presencia de público y actores que lo homenajearan no fue la que se hubiera esperado. En ese momento era el intelectual y artista uruguayo vivo más importante. Eso confirma cierta injusticia que suele ejercer el establishment cultural con algunas figuras. Creo que alguien que había hecho tanto por el teatro y los actores no tuvo el homenaje que merecía y antes el cuidado que necesitó. Por eso, celebro que nuestra Academia de Letras haya recordado a Taco como se merece. Porque fue una figura irrepetible e indispensable en todas las actividades que desarrolló. Sic transit gloria mundi.