Lo visitan minoristas y público en general, conformando un enjambre de gente que avanza por sus calles esquivando mesas de ofertas, maniquíes que ubican su pseudo humanidad en la vereda y cajas que se apilan aquí y allá.
Hubo allí un poderoso proyecto urbano que aflora aún hoy, aunque desdibujado por el tiempo. Hubo y hay allí un trozo de historia de las inmigraciones que nos conformaron como país, que también asoma, indeleble.
En el lugar, que a fines del XIX quedaba “en las afueras” de la ciudad, se extendían las verdes hectáreas de la Chacra de Echevarría, cercana al camino de Goes y al Mercado de las Carretas, hacia el cual cientos de bueyes y caballos llevaban las frutas y verduras requeridas por la ciudad.
En 1888 el español Emilio Reus, por medio de la Compañía Nacional de Crédito y Obras Públicas (la empresa de construcción más grande hasta entonces en Montevideo), hizo un inmenso negocio que impactó en la estructura edilicia de la ciudad. Construyó allí 500 casas económicas para trabajadores, con establecimientos comerciales y talleres. Eran sólidas, funcionales, de dos plantas y con buhardillas en las casas de las esquinas.
Más de dos mil obreros trabajaron en la construcción del complejo edilicio, con el consiguiente movimiento de materiales, ya que 500 carros acarreaban a diario los innumerables ladrillos que el barrio demandó. También requirió una arboleda, que fue plantada con la misma prisa con que se levantaron los edificios. Es que necesitaron vender las primeras viviendas para poder seguir financiado el resto, en una ciudad que experimentaba por primera vez el empuje especulativo de unos capitales tan potentes como inexpertos.
Le encargaron esa venta a Francisco Piria, famoso por sus loteos. Los que concurrían a tales remates hacían una excursión familiar hasta el lugar de las ventas, recibiendo a lo largo del recorrido diversos vendedores ambulantes que les ofrecían pastelitos, alfajores, vino y cigarrillos. Después del remate los concurrentes eran obsequiados con cerveza y refrescos, con los cuales -en el caso de haber comprado- brindaban por la nueva condición de propietarios.
Pero ni siquiera tal vistosa operativa logró impedir el desenlace: cuando quebró el Banco Nacional (como una réplica fatal de la quiebra del banco de Londres), todo el mundo financiero del arriesgado inversor se desplomó.
Reus falleció pobre y pocos años más tarde, en 1891, aquejado más por la pena de ver fracasados sus proyectos (establecimientos ganaderos en Paysandú, fábricas vinculadas al puerto, búsqueda de oro en Minas, hoteles, un establecimiento hidro-termo-terapeútico) que por sus jóvenes 33 años. La Sección Hipotecaria del quebrado Banco Nacional dio lugar, en 1892, a la creación del Banco Hipotecario, que se encargó de terminar el proyecto, llamado por el nombre de su creador en sus dos emplazamientos: Reus al Norte y Reus al Sur.
Entre 1900 y 1920 más de cien familias judías se radicaron en la Ciudad Vieja y en Reus al Norte o Villa Muñoz. La mayoría de ellos se desempeñarían como vendedores ambulantes (klappers) o como proveedores de los klappers (cuente-nikss); también fueron guardas de tranvías, obreros de frigoríficos, mozos, empleados de zapaterías y panaderías. Entre la comunidad israelita sefaradí el promedio de edad de los inmigrantes era de 20 a 30 años. Los ashkenazíes, de mejor nivel educativo y artesanal que los sefaradíes, no se diferenciaron de estos en sus ocupaciones. Unos y otros ofrecían sus mercaderías variadas y multicolores por las calles, con un sistema de pago en cuotas, llevado en pequeñas libretas que atesoraban nombres, direcciones y montos, con la única garantía de la palabra.
Aquel Uruguay pluralista, laico y de gran dinamismo, que apostaba a su propia expansión industrial, les ofreció una rápida inserción laboral, una integración social por vía interétnica y claras vías de ascenso social por medio de la educación pública y la protección de los sistemas de seguridad social. Prosperaron en poco tiempo. Pusieron negocios de venta al por mayor y delegaron en los nuevos inmigrantes que seguían llegando, las vacantes que iban dejando en la venta ambulante. No fueron nunca inmigrantes aislados, porque el sistema de kehilot (agrupamiento) hacía que se desplazaran como comunidad, con sus instituciones educativas, jurídicas, religiosas y su identidad étnica-ética.
Hacia 1930, cuando el Uruguay y el mundo experimentaron fuertes corrientes xenofóbicas, se formularon ataques y críticas al ambulantismo, se tomaron medidas restrictivas a la inmigración y hubo casos de barcos cargados de inmigrantes que fueron rechazados en el puerto de Montevideo. En paralelo, se frenaba el impulso modernizador y especulativo, del que Reus fuera símbolo y nombre. A partir de entonces mermó la llegada de inmigrantes judíos, salvo algunos casos de sobrevivientes del Holocausto, llegados años más tarde. Eso no impidió que la comunidad continuara cultivando su identidad y ascendiendo por la escala social, ocupando los barrios de la codiciada costa montevideana y acumulando títulos universitarios de sus hijos y nietos. Pero no abandonaron del todo el Barrio Reus.
Las fachadas del barrio fueron remodeladas a mediados del siglo XX, introduciendo el concepto de spiritu urbis: la repetición de los elementos decorativos y el realce de los frisos logró un aire renacentista que llegó a recibir críticas de algún viajero: “se diría una parte de Bruselas o de Berlín transportada a las riberas del Plata. ¿Cómo, me pregunto, se puede vivir feliz en viviendas semejantes, con el clima de Montevideo?”. Una última intervención se registró décadas más tarde, en 1992, cuando la Escuela Nacional de Bellas Artes pintó paredes y arcos de un variado colorido, singularizando aquella uniformidad estilística.
Descascarado, abigarrado y colorido, el barrio sobrevive a su creador, de quien recibiera el nombre y el mandato económico: comprar, vender, ganar; volver a invertir, en incesante noria.