Cuando leí Diario de la Guerra al Cerdo, del escritor argentino Bioy Casares, mi abuela aún vivía. Quizá por eso la historia de una sórdida ciudad de Buenos Aires, en la cual los jóvenes deciden salir a atacar y matar ancianos, caló tan hondo en aquel novel lector que era yo, por aquel entonces.
Un cuarto de siglo más tarde me veo en una Montevideo real donde la situación es la opuesta.
La juventud ha dejado su vida a un lado para custodiar la de sus mayores. Y no lo han hecho por obligación, ya que contrariando las opiniones airadas de varios actores de la izquierda vernácula, no solo autóctona sino del mundo entero, el uruguayo ha tomado esta decisión sin que nadie se lo imponga.
Y eso es un mensaje de esperanza para nuestra sociedad. Vaya si lo es. Pero no es el único. Hay otro.
Figúrese el lector que en lugar del nuestro, tuviéramos un gobierno paternalista como dice ser el argentino, que dictamine que todo el mundo debe quedarse encerrado en su casa hasta que un genio afín al poder, así lo decida.
Una orden de esa calaña solo puede ser proferida si se considera a la sociedad una masa homogénea y vacía de contenido.
Y no lo que es: la suma de cada uno de los habitantes de una Patria, con sus sueños, sus anhelos, sus necesidades y sus miserias. Suponga ahora que el resultado del experimento es satisfactorio.
Que el daño de la pandemia es modesto y el día después nos encuentra a casi todos de pie. Diezmados económicamente, pero vivos.
En este caso el mundo seguirá siendo el mismo que era antes de la llegada del virus. Nada habrá cambiado en nosotros. Al menos no en lo sustancial.
Quizá seamos un poco más miserables por las penurias sufridas, pero nada nuevo.
Imagine ahora la situación contraria, que es la que se vive hoy, con un gobierno como el actual, en nuestro país, que optó por confiar en la capacidad de la población para hacer un uso responsable de la libertad que le corresponde por derecho natural.
Si el resultado resulta positivo, el mensaje será más esperanzador aún, que el primero que se detalló al comienzo de esta columna. Y los laureles no se los llevará el que tomó la decisión de hacer una cosa u otra.
El mérito será todo de la sociedad por ser capaz de hacer las cosas bien. Por hacer un buen uso de su libertad. Por resistirse a formar parte de un rebaño y demostrarle a propios y ajenos, que nosotros podemos.
Que no somos ninguna oveja de ningún rebaño y que no precisamos a un ser superior que nos venga a encerrar en ningún corral creyendo que así nos protege.
Salir de la pandemia usando como herramienta el uso responsable de la libertad puede ayudar a que muchas otras cosas también cambien. Sería una inyección de ánimo, de amor propio formidable, a la vez de un golpe de nocaut a los soberbios autoritarios que ponen cara de malos y escupen órdenes creyendo que alguien las va a acatar.
El uruguayo, a diferencia del argentino, tiene la oportunidad de usar su libertad de manera inteligente. De entender el problema y actuar en consecuencia.
Si lo hace y las cosas salen bien, la sociedad pospandemia habrá dado un gran paso hacia adelante.