De un lado está Cuba. Un país oprimido desde hace 62 años por un régimen comunista. Sin comida, sin medicamentos, sin luz, sin derechos individuales. Sin libertad. Donde la población vive oprimida, con miedo, sin posibilidades de desarrollo ni esperanzas de un futuro mejor.
Sin la más mínima chance de que, si no ocurre un radical cambio de rumbo, ni siquiera sus nietos podrán soñar con una vida lejos de la pobreza. Las viviendas están semiderruidas. El saneamiento es deficiente. Los automóviles son del año del ñaupa y además le pertenecen al Estado, como casi todo lo que no es una botella de ron de metralla o una camiseta vieja.
Del otro lado está Miami. La Capital Latinoamericana de los Estados Unidos. Paraíso del consumismo. Donde se ofrece uno de los niveles de vida más elevados del mundo. La tierra de las oportunidades, en la cual cada uno elige lo que quiere hacer con su vida. Desde ir a Cabo Cañaveral a prepararse para ser astronauta, o incluso tomar la decisión de cruzar a La Habana y vivir de la generosidad de la Revolución y de las remesas que le envíe algún pariente que prefirió quedarse en South Beach libando las mieles del imperio.
Entre medio, separando esos dos universos tan cercanos pero tan distantes, se encuentra el Estrecho de la Florida. 18 kilómetros de mar abierto donde confluyen las aguas del Océano Atlántico y del Golfo de México. Con tiburones acechando bajo la superficie y una Guardia Costera atenta y patrullando día y noche.
Un trecho de agua salada que, si el lector desea agregarle minas acuáticas, monstruos marinos y bombarderos caza para atacar a los balseros que reman por su libertad, difícilmente logre amedrentarlos y hacerlos quedarse en la isla de Fidel.
Los hechos son elocuentes: cada mes, decenas de cubanos se largan al mar para huir del régimen castrista, atravesar el estrecho y alcanzar la tierra prometida. Muchos mueren en el intento. Algunos desaparecen para siempre y otros son enviados de regreso al infierno comunista. Pero algunos, los menos, llegan a territorio yanqui, logrando así escapar de la miseria y de la cárcel ideológica. Una vez en los EE.UU. pueden ayudar con remesas de dólares, que apestan a azufre, a la familia que dejaron atrás y a la cual sueñan traer algún día.
En lo que va del año, la actividad migratoria de Cuba aumentó un 80% en comparación con años anteriores. Es que, excepto los altos jerarcas del partido comunista y sus colaboradores más privilegiados, nadie quiere vivir en Cuba. Así como nunca nadie saltó el Muro de Berlín en dirección al Este. La miseria y la opresión no son opciones que se tomen voluntariamente.
Quizá el que impera con mano de hierro en Cuba sea un régimen de elevadísima esencia para el cual los simples mortales que aspiramos a una vida feliz y próspera, no estemos aún preparados y solo aquellos privilegiados como los hermanos Castro, el icónico Ernesto Guevara de la Serna o nuestros nativos Abdala, Castillo y Cosse, entre otros, han sido capaces de comprenderlo en su cabal dimensión.
O tal vez sea la forma de opresión más abyecta jamás diseñada por el perverso cerebro humano.
La realidad me inclina a pensar en esto último. Y la prueba más fehaciente es la que ya se dijo: nadie quiere vivir en Cuba. En cambio son cientos de miles los que se exponen a espantosos peligros con tal de rajarse de allí.