Una de las tendencias más pronunciadas en Occidente es la de la despersonalización, es decir, la sustitución de relaciones entre individuos únicos e insustituibles por abstracciones. Una de las causas de esto es el fundamentalismo de la ciencia, que se ha transformado en el único método válido de conocimiento, y cuya validez la transforma en la guía para organizar la sociedad bajo una idea de aparente neutralidad.
Este cientificismo viene del quiebre de las viejas autoridades, como la religión, las tradiciones y las costumbres morales, y establece que no existe una metafísica; lo único que hay es la materia. Esto hace que todos los problemas de la realidad se transformen entonces en problemas técnicos, y, por lo tanto, a ser resueltos por tecnologías, expertos, y aquellos que la administran.
Sin duda que la ciencia es una actividad humana inigualable para controlar, manipular y predecir la realidad, pero deja mucho que desear cuando se la extiende más allá de su propio ámbito a otros que difícilmente pueden reducirse a sus supuestos. Hay ámbitos en los cuales la ciencia no plantea preguntas adecuadas, o directamente oscurece y confunde en vez de iluminar y orientar. Uno de estos es el campo de lo sexual, que ha sido tradicionalmente uno circunscripto por regulaciones morales orgánicas, resultado de largas negociaciones históricas y de sabiduría consuetudinaria. Pero, hoy en día, vivimos en una sociedad saturada de sexo, y esta se ve colonizada por corrientes y modas psicológicas o sociológicas que utilizan el argumento de la ciencia para “de-construir” sus formas tradicionales.
Desde principios del siglo XX con Freud, y luego a mediados de siglo con otros pensadores como Marcuse, Fromm, o Reich, quedó establecida la ortodoxia que toda represión es perjudicial y que hay que liberarse expresando el auténtico “yo” que está preso por usos y creencias sociales burgueses que no tienen ningún fundamento, o que son el producto de discursos de poder que generan cuerpos dóciles y normalizados, como diría Foucault. Estos pensamientos llevan a que el principio que rija las relaciones sexuales sea el del placer, y por eso es por lo que se escuchan términos como “vínculos sexoafectivos” o es una norma el uso de Tinder y otras plataformas para encontrar relaciones sexuales.
Si bien el término “vínculo sexoafectivo” incluye la palabra afectivo (y no hay por qué dudar que quienes la utilizan o la han utilizado y quieran definir su comportamiento de esa manera sientan emociones positivas por su “vínculo”), es una forma formularia y burocrática -propia de Un Mundo Feliz- de definir a una relación humana íntimamente personal. Lo que revela es una reducción de alguien a algo reemplazable; que hoy mi vínculo sea Juan o mañana María, lo mismo da. En un universo donde no existe más que lo material, el otro se consume, y lo importante es experimentar el máximo placer posible.
Tinder y otras plataformas que mediatizan y optimizan el encuentro sexual se sostienen en la falsa idea de que la tecnología es una herramienta, y, por lo tanto, es neutral. Sin embargo, es bueno recordar algo que dijo Churchill cuan-do los británicos iban a reconstruir el Parlamen-to después de la guerra: el ser humano da forma a edificios que terminan por dar forma al ser humano.
Este principio se extiende al diseño de toda la tecnología, y es particularmente útil cuando pensamos en las digitales, diseñadas para ser adictivas. La interfaz de Tinder, por ejemplo, permite deslizar para la izquierda o la derecha aquellos perfiles que tienen potencial para otorgar placer, o no. Parece ser algo inocente y hasta lúdico, pero tiene implicaciones morales en el tipo de actividad que estas plataformas facilitan: la reducción de personas a algo consumible y desechable. Hay que recordar, como planteó Aristóteles, que lo que uno se hace a sí mismo es intrínsecamente moral, conducente a la virtud o al vicio. En este caso, el resultado es que nosotros mismos nos transformamos en algo consumible y desechable.
La consecuencia de estas tendencias científico-tecnológicas es la despersonalización, en otras palabras, cosificar a alguien transformándolo en un objeto. Y esto es la expresión máxima de la alienación y el egoísmo.
En una cultura de sexo omnipresente y compulsivo es necesario pensar en qué nos transformamos cuando nos dejamos llevar por lo social, lo que “se dice” o lo que “se hace”. Frente a la despersonalización, hay que ser firmes en el hecho de que cada persona es un fin en sí mismo, insustituible e insondable.
La búsqueda del placer como objetivo último, y no como algo que viene por añadidura a una relación personal, nos hace consumistas, adictos, y, por lo tanto, menos libres.