Según la Real Academia Española, un síndrome es un conjunto de signos o fenómenos reveladores de una situación generalmente negativa.
El partido Uruguay-Brasil me hizo pensar en el síndrome Neymar que está sufriendo la selección brasileña, por más que el jugador ya no esté entre los 11 elegidos: más allá de su talento con la pelota, sus exagerados lamentos y simulaciones hacen que el juego se tranque a cada rato sin motivo real.
Dicen que es algo bastante característico de los brasileros (empezando por Pelé), pero que Neymar hizo muy suya. La pelota no avanza, se tranca, por reacciones desproporcionadas a situaciones de juego propias de un partido.
Pero seamos honestos. Si de algo sabemos los uruguayos es de eso. Y no me refiero a lo que pasa dentro de la cancha, sino afuera. En el juego del desarrollo.
A principios del S. XX Uruguay alcanzó un PBI per cápita similar al de los países desarrollados. Pero a partir de cierto momento nos pusimos como Neymar: nos dedicamos a trancar el juego a cada rato, impidiendo llevar adelante determinadas reformas y cambios necesarios para resolver problemas en los que todo el sistema está de acuerdo que existen (seguridad social, educación, primera infancia, integración comercial, competitividad, reforma del Estado, entre otros).
Porque el costo político de llevar adelante esas reformas se hace difícil de asumir. En el país de la penillanura levemente ondulada, en el de no hacer olas, ante la incomodidad de avanzar, del roce, de las fricciones y desencuentros que genera toda reforma, paramos la jugada y la terminamos postergando.
Así nos hemos pasado una buena cantidad de décadas sin encarar los grandes problemas del país, no dejando que siga girando la pelota para conseguir el desarrollo. Y eso es lo más grave, porque gobierne quien gobierne vamos a seguir cometiendo los mismos errores. Porque lo que falla es el sistema. Estamos tomados por el síndrome Neymar.
Por eso es que hay que reconocer el mérito de este gobierno de tener el coraje de encarar algunas de esas reformas: seguridad social y educación, por ejemplo. Con todas las resistencias que han tenido y siguen teniendo, con las discrepancias que puede haber con su contenido, pero tuvieron el coraje de encararlas. En integración comercial hubo algunos intentos. En competitividad y primera infancia, la agenda tuvo buenas intenciones pero tímidos resultados.
En particular, en este último caso, es un gran misterio sin explicación aparente. Desde 2018 Cristina Lustemberg lleva adelante una cruzada por la Ley de Primera Infancia y Adolescencia que sigue dando vueltas en las oficinas del Parlamento y no se logra aprobar, a pesar de tener apoyo político de todos los sectores y ser, en teoría, un excelente ejemplo de diálogo interpartidario. Pero en la práctica, trancamos el juego. Se presentó originalmente en 2018, se archivó en setiembre de 2019. Se volvió a presentar entre 2020 y 2021 con agregados, se aprobó en 2023 en Diputados por amplia mayoría. Y sigue dando vueltas a la espera de presentación en el Senado, sin fecha concreta.
No logramos que la pelota gire. Cortamos el juego a cada rato. Y así seguimos, tomados por el síndome Neymar, perdiendo el partido del desarrollo.