¡Sursum corda!

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No he abandonado la posición de que hay que darle oportunidad y espacio al nuevo gobierno. Que no es justo (ni tampoco muy inteligente) salir a patearle las canillas desde que sale de los vestuarios.

Pero eso no quita que un poco de crítica constructiva capaz le venga bien.

A ver:

Hay, a mi juicio, como una tónica general que permea las declaraciones de los jerarcas entrantes, que resulta muy negativa y desestimulante y, quizás, el nuevo gobierno no lo ha calibrado ni aún percibido.

Me refiero a dónde pone el foco, la mira y los énfasis.

Creo que fue el Sr. Sánchez, secretario de la Presidencia (que, en términos futbolísticos modernos, se perfila en el equipo de gobierno como un “falso 9”) quien acuñó como lema del nuevo gobierno, la expresión: “La Revolución de lo Pequeño”.

Por su parte, el ministro de Economía, en su discurso inaugural (que fue bueno) puso bastante el foco en las restricciones que enfrenta el nuevo gobierno.

Todo bien -sensato, realista e intelectualmente honesto el ministro- pero ese y otros ejemplos, a mi modo de ver revelan un gran defecto de fondo, de concepción: que la realidad del país depende de la realidad de su Estado. Como que, a sus ojos, el país va hasta donde el Estado lo pueda llevar y ni un milíme-tro más.

No están solos en esa mentalidad los jerarcas señalados. De alguna manera reflejan una cultura política muy uruguaya. Una cultura política que opera como el límite de la visión nacional: el país no puede ir más allá de lo que alcanza el Estado.

Y como el Estado vive con las patas maneadas (a la vez de pretender meterse en todo), el alcance de la visión nacional que produce esa cultura es… El Pacto de la Penillanura.

Aplausos para el ministro de Economía que se resiste a prometer lo que no puede entregar. Y, ojalá, no afloje. Pero, me parece que hay que elevar las miras y apuntar a descubrir y movilizar todo lo que el Uruguay -su gente- puede hacer por sí, sin depender del Estado.

Eso no es neoliberalismo, es sentido común. No es que haya que liquidar al Estado, sería tonto además de imposible. Se trata de liberar a la sociedad, en todo lo posible (y hay paño en pila), de su dependencia del Estado.

Si la educación pública en nuestro país está lastrada por falta de recursos (y sobrante de burocracia con intereses creados), ¿por qué no liberar más al sector privado para que explore, descubra, arriesgue, imagine? ¿Por qué no hacer algo similar dentro de la educación pública, dando más autonomía a los directores?

Si el país tiene un sector de servicios que muestra imaginación, inventiva, y dinamismo, ¿por qué no sacarle las trabas regulatorias y dejarlo que corra la cancha?

Si hay iniciativas, dentro y fuera del país, que prometen, ¿por qué no darles espacio y condiciones para que se la jueguen?

Nadie duda de que el Estado no puede gastar más. Pero sí puede trancar menos.

Claro, eso levanta atavismos ideológicos y culturales: si se implementa una política fuerte de desregulación, va a ocurrir que aparecerán los famosos “Malla Oro”, (qué mala leche tuvo la izquierda cuando se ensañó con Luis Lacalle, por usar una imagen perfectamente válida). Es así: en cuanto se incrementa la libertad para producir, van a aparecer desigualdades. Habrá algunos que les va a ir bien y otros que no tanto.

Hay que enfrentar la realidad: nuestro Estado (como está ocurriendo en todo el mundo), hace años ya, que ha entrado en una realidad de rendimientos decrecientes. Si vamos a seguir atando al país a ese Estado… seguiremos cayendo.

Hay que apuntar más alto.

Hay que tener confianza en la gente, (en los privados, que eso somos, todos)

¡Arriba los corazones!

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