Todavía no se sabe qué hay detrás de las amenazas de masacre que están recibiendo distintos centros comerciales y educativos en los últimos días. Lo que resuena es ese correo electrónico inquietante que llegó a las sedes del Frente Amplio y el Partido Nacional: “Hola, pertenezco a un grupo en línea llamado 764. Les informo que mañana iré a una facultad de la Udelar para cometer una masacre, iré armado con armas de fuego y cuchillos. Trataré de matar a la mayor cantidad de gente posible y luego me suicidaré. Además, transmitiré la masacre en directo por Tiktok. Ustedes me causaron dolor, yo se los devolveré aumentado. Yo les demostraré a todos ustedes que ninguna vida importa”.
Veníamos bien en la penillanura suavemente ondulada, a salvo de los sociópatas que asolan a las comunidades estadounidenses con matanzas sin sentido, y también de los terroristas que tanto daño hicieron en las últimas décadas en nuestra vecina Buenos Aires. Tal vez por esa misma razón las amenazas recientes generan una mezcla paradójica de incredulidad y preocupación, donde vale tanto la parodia de Darwin Desbocatti con su “Ni-una-bomber” como la cautela de un ministro del Interior que, comprensiblemente, no minimiza la gravedad del asunto.
Recuerdo un hermoso texto del inolvidable Atilio Pérez da Cunha, “Macunaíma”, de aquel día infame en que un psicópata asesinó a John Lennon. El Macu describía al criminal como “otro polluelo desequilibrado del águila norteamericana”, porque causaba estupor el hecho de que un país poderoso, con un sistema democrático imperfecto pero mejor que el de muchas naciones sin libertad, cobijara a estos trastornados capaces de matar porque sí, espectacularizando su aberración para obtener unos minutos de execrable fama.
Acá tuvimos a un par de estúpidos criminales antisemitas, como Héctor Paladino en 1987 y Carlos Omar Peralta en 2016, este último vergonzantemente liberado por la Justicia el año pasado.
Nos faltaba la figura del supuesto vengador que masacra a personas inocentes y se suicida, y ahora aparece, al menos con carácter meramente declarativo, felizmente y por ahora.
¿Qué mueve a estos tipos, en caso de que realmente existan?
Qué hace que nuestro país cobije a estos polluelos desequilibrados?
¿Por qué los suicidios en Uruguay duplican el promedio mundial y nos colocan en el tercer puesto del ranking latinoamericano, detrás de Surinam y Guyana?
¿Por qué tenemos cifras escandalosas de femicidios, a pesar del énfasis legal que se puso en combartirlos?
¿Por qué somos tan progres a la hora de legislar a favor del aborto y la eutanasia , pero no logramos impedir que la gente se mate?
¿Será lo segundo consecuencia de lo primero?
Ya te escucho, lector: “¡Qué tendrá que ver una cosa con la otra, Alvarito, vos siempre tratando de llevar agua a tu molino reaccionario!”
No sé si no tienen nada que ver, pero claramente todo esto posee un denominador común, que es la naturalización mansa de la muerte provocada, contra otro o contra uno mismo.
Hoy pensaba escribir sobre la serie Adolescencia, que pasó a primera fila del interés público por su descarnada visión del bullying, la influencia nefasta de las redes sociales entre los chiquilines y la incapacidad de los padres y del sistema educativo para prevenir tragedias.
No es tan distinto: en el fondo, todo se resume a sociedades que, disfrazadas con formalismos de tolerancia e inclusión, perpetúan los mismos modelos autoritarios que campeaban cuando aún no decíamos “todos, todas y todes”.
La moda perversa de las amenazas masivas me retrotrae a la que impusieron los islamistas fanáticos con su tendal de terroristas suicidas en todo Occidente. Por algún lado, leí que en su inhumano fundamentalismo, las organizaciones yihadistas imponen a las familias musulmanas que entreguen a aquellas hijas adolescentes que tuvieron sexo antes del matrimonio, para que sirvan como terroristas suicidas, como única manera de liberar a sus progenitores de la deshonra pública. Se añade que en muchos casos, las mujeres que pierden a su marido o a un hermano son presionadas por otros parientes masculinos a suicidarse como expresión de martirio. No falta el negocio: esos mismos deudos varones terminan cobrando las ayudas económicas que las teocracias criminales ofrecen a los familiares supervivientes.
En 2003, la joven abogada palestina Hanadi Jaradat se envolvió en explosivos y se inmoló matando a 21 civiles israelíes en Haifa. Al año siguiente, la artista sueca Carolina Falkholt presentó en Estocolmo una instalación donde se veía el retrato de Jaradat flotando sobre una piscina de sangre. La obra provocó la ira de un embajador israelí, quien, a mi entender erróneamente, la interpretó como un homenaje a la terrorista y la destrozó. Tal vez deba decodificarse de un modo más directo: como una metáfora cruel de una humanidad corrompida, incapaz de contener sus pulsiones de muerte.