Tesoro desperdiciado

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La existencia de una cultura compartida es una de las principales diferencias entre una sociedad nacional, una nación, y un simple agregado aleatorio y transitorio de personas que coinciden en un mismo lugar y que luego se disgregan. Cada cual por su lado. Esa cultura funciona como la argamasa que une los diferentes miembros de la sociedad y establece la continuidad entre el pasado, el presente y su futuro. Cada generación aporta algo a la difícil empresa de construir una cultura y una identidad nacionales. El producto de ese proceso es una patrimonio material e inmaterial que se acumula en el tiempo y es trasmitido de una generación a la otra.

Las sociedades más antiguas y experimentadas comprenden esa mecánica y la cultivan y aprovechan de diferentes formas. Los barrios históricos de las grandes ciudades, como Londres o París, y sus edificios históricos, el Louvre, el Parlamento británico o el Kremlin, son reconocidos como símbolos nacionales. Lo mismo sucede con el centro de Buenos Aires. También, desde una perspectiva menos idealista, ese patrimonio cultural es el soporte de una sólida industria turística que realiza sus muy buenos aportes al empleo y la prosperidad local.

Nuestra ciudad dilapida alegremente su patrimonio cultural material. Sus edificios y sus barrios históricos.

Es extraño como los montevideanos viajamos a ciudades históricas europeas o, aquí nomás, a Buenos Aires, para extasiarnos con sus hermosos edificios, parques y paisajes, y apreciar sus barrios históricos (muy bien cuidados, por cierto). En cambio, toleramos la decadencia de nuestra propia ciudad y la destrucción sistemática de su arquitectura heredada de las generaciones anteriores.

No es un fenómeno nuevo. Una de las primeras decisiones de los gobiernos del Estado oriental independiente fue echar abajo las murallas, consideradas como un legado inaceptable del período colonial. En 1896, ante otra ola de demoliciones de edificios, Francisco Bauzá definió a esa actitud como un “vandalismo ilustrado”, y opinó que no creía “que las ciudades se embellezcan porque cambien radicalmente sus edificios, y se pongan al último figurín”. Le dolía “ver desaparecer todas las tradiciones de la ciudad, a título precisamente de lo que impone preservarlas, esto es, por su vejez relativa.”

La destrucción se debe a diferentes causas. La más evidente es la piqueta fatal del progreso (que, recuerda el tango, “arrancó mil recuerdos queridos” del viejo barrio que se fue). Otras son el abandono, que se aprecia especialmente en la Ciudad Vieja y el Centro, y las “mejoras” mal aconsejadas.

Lo que más sorprende es que no falta información sobre la historia de Montevideo, sus barrios y edificios. Basta recorrer las páginas de El País para encontrar artículos denunciando ejemplos de esa destrucción, por acción u omisión, del patrimonio histórico y cultural de nuestra sociedad. A lo que se suma la percepción directa cuando se recorre la ciudad.

Pero parece existir una distancia insalvable entre la generación y difusión de ese conocimiento en el seno de la sociedad, la movilización de la opinión pública exigiendo su conservación, y la acción de la administración. La cual, se supone, tiene entre sus principales cometidos tutelar esos bienes comunes e intergeneracionales.

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