Totalitarismos, mitos y libertad

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El régimen chavista hizo un simulacro de elección. Al proclamar a Nicolás Maduro como “presidente” de Venezuela apoyado por el 51,2% de los votantes, sin conteo público de sufragios y sin actas a la vista, hizo escarnio de lo más elemental de la democracia.

Los antecedentes no auguraban nada bueno. Meses antes del 28 de julio fijado para los comicios, proscribió candidatos y encarceló opositores. Rechazó los veedores europeos, prohibió la llegada de expresidentes, incluso afines como Alberto Fernández.

Lo que siguió al domingo de befa volvió a patentizar la perversidad fanática del régimen que asuela a la patria de Simón Bolívar y Andrés Bello: persecución a los manifestantes, con más de 1.000 detenidos proclamados por la Fiscalía convertida en brazo ejecutor del omnímodo gobernante. Más un presidente de la Asamblea Nacional pidiendo mandar a la cárcel al candidato “derrotado” González Urrutia y a su mentora María Corina Machado.

Ese aquelarre ni siquiera llega aislado. Al cabo de un cuarto de siglo de padecimientos, se inscribe en las tribulaciones de millones de venezolanos en el exilio. Por lo cual, lo menos que podía hacer la OEA ante los hechos de estas horas era aprobar la moción de instar al régimen caraqueño a que “publique inmediatamente los resultados de la votación” en cada mesa electoral, a que proceda a “una verificación integral de los resultados, en presencia de organizaciones de observación independientes” y a que cumpla en “salvaguardar los derechos humanos fundamentales en Venezuela, especialmente el derecho de los ciudadanos a manifestarse pacíficamente sin represalias”.

Pero eso, elemental y empotrado en el Derecho Público Internacional, no lo aprobó la OEA porque los 17 votos a favor chocaron con la abstención de Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Bolivia, Brasil, Colombia, Granada, Honduras, San Cristóbal y Nieves, y Santa Lucía más la ausencia de México, Domínica, San Vicente y las Granadinas, y Trinidad y Tobago.

Para la OEA, aceptar en silencio las infamias perpetradas en Venezuela constituye un baldón. Para el Uruguay, haber votado la iniciativa y haber condenado la inacción es un galardón.

Descolló el canciller Omar Paganini al asentar: “No podemos entender cómo no pudimos aprobar una moción muy clara sobre este tema, perfectamente adecuada para esta situación. La OEA debería sentir vergüenza por no haberlo conseguido”.

Tiene razón. Y en el fondo, puso el dedo en una llaga cada vez más ulcerada: la vida internacional descuida los principios, baja la guardia ante lo humano y transa con lo que sea, por distracción o por lentejas. Con lo cual, a título de pluralismo se sientan juntos los representantes de regímenes democráticos sin mácula con los personeros de dictaduras siniestras. Hizo muy bien la Cancillería en plantar bandera ante sus interlocutores de afuera.

Y haremos muy bien todos si entrecasa volvemos a erigir la libertad y los principios republicanos en condición primaria para la convivencia, en vez de aceptar que los mitos totalitarios -la lucha contra el imperio, la guerra de clases o la superioridad exclusiva de la izquierda o la derecha- sigan usándose para justificar liberticidios infames.

Si queremos porvenir luminoso, debemos luchar para que la ciudadanía, por encima de bandos, recupere la fuerza de constituirse en opinión pública.

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