Por qué Rusia genera debates ardorosos? Rusia fascina, asombra, asusta. Es posible que no se termine de comprender. ¿Puede existir una sola Rusia en un país que ocupa más de una octava parte del mundo? ¿Cómo ha influido su azaroso recorrido?
En el siglo IX se usó por primera vez el título zar (tsar), que luego retomarían los gobernantes moscovitas en el XVI. La caída de Constantinopla en 1453 enterró al Estado patrono del cristianismo ortodoxo y la Iglesia rusa se reafirmó como su protectora. Se acuñó el término de “Tercera Roma” para referirse a Moscú. “La élite clerical y política de Moscú empezó a crearse la imagen de un centro espiritual y terrenal”, señala Rainer Matos en su Historia mínima de Rusia, “con la misión de ser un imperio glorioso que diera una lección al mundo, base del llamado «mesianismo ruso»”.
Iván IV, el Terrible (1530-1584), fue coronado a los 16 años como “Zar de toda Rusia”. Impulsó un creciente absolutismo que sirvió de base para definir la institución. El país comenzaría a llamarse Rusia (Rossiya). Decretó la prohibición de la movilidad campesina, un hecho que impactaría al país y a su economía por los siguientes siglos.
Surgió el mito del “buen zar”. El pueblo culpaba de los problemas más a la burocracia que a los líderes. Asegura Orlando Figes en su libro La Revolución rusa (1891-1924) La tragedia de un pueblo que el zar poseía Rusia como feudo privado, representaba la encarnación de Dios en la tierra y sostenía una unión mística con el pueblo. Había una “obediencia como a un padre y a un dios” y se apuntaló el “mito de la ‘Santa Tierra Rusa’ como idea fundadora del zarismo moscovita”.
La Revolución francesa de 1789 y la aparición de ideales liberales despertaron en la corona recelo hacia las transformaciones de Occidente. Desde entonces Rusia se ha bamboleado entre el acercamiento a Occidente y el rechazo. ¿Debe Rusia parecerse a Occidente? El debate marcaría la vida rusa con consecuencias más allá de sus fronteras. La derrota de Napoleón en Rusia fungió de catalizador de un patriotismo exagerado. La élite abandonó el francés, contribuyó a fomentar la singularidad rusa y se fortaleció el vínculo entre el Estado y la Iglesia. Rusia estaba un siglo detrás de Europa y los siervos, emancipados recién en 1861, constituían el 58% de la población masculina.
Sobre fines del siglo XIX, las tasas de crecimiento eran de las más elevadas del mundo. En el comienzo del XX, sería otra la historia. La recesión, las revueltas campesinas y las presiones de las élites liberales servirían de caldo de cultivo para los movimientos revolucionarios que marcarían la historia de Rusia y la universal. Al cabo de una generación del establecimiento del poder soviético, una tercera parte de la humanidad vivía bajo regímenes modelados sobre este.
En medio de la Primera Guerra Mundial, cayó la dinastía de los Románov. Más de un milenio de monarquía en territorio ruso llegó a su fin. Entre conflictos y hambrunas, perecieron más de 14 millones de personas entre 1914 y 1924. Stalin ascendió al poder, se crearon las granjas colectivas y se aceleró la industrialización. La Segunda Guerra Mundial dejó 25 millones de soviéticos fallecidos. Fueron años de cifras brutales y excesos, de propagandearse como salvadores universales. No le impidió ser la segunda economía mundial hasta 1990 y acceder al trono de superpotencia. El sistema se derrumbó.
La inevitable caída de la URSS abrió una nueva era. Fue para el actual presidente ruso “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Vladimir Putin, el adolescente que vio una película y soñó con alistarse en la KGB, llegó a la cima en 1999. En unas semanas volverá a ganar una elección de mentira. Putin cambió al país y, a la vez, no lo cambió. La autocracia se enraizó, renovó el enfrentamiento con Occidente y fomentó un culto a su personalidad. Trajo una frágil estabilidad y crecimiento en sus primeros tiempos en el poder. No ha tenido empacho en usar la asfixia antidemocrática, la represión y la fuerza. Hoy Putin mata mejor que la mismísima muerte.
Aunque en Ucrania es difícil pensar que logre todos sus objetivos, a dos años de la invasión, el daño está hecho. En Kiev y en Moscú. Putin mantiene su cruzada contra Occidente, a quien usa como amenaza para su supervivencia. Dueño de una visión antagonista, Merkel le dijo una vez a Obama que Putin vivía en otro mundo. “Todos sus miedos, pasiones, debilidades y complejos se convierten en política de Estado”, escribió el novelista Vladimir Sorokin.
Le podrán caer todas las sanciones posibles. No hay disuasión que valga para un Putin que acelera una ruptura irrevocable. Parece tenerle sin cuidado la respuesta de Occidente frente a su imperial eurasianismo. La inevitable y cruel muerte de Alexei Navalny, su principal opositor, escenifica hasta qué punto Putin arrastró a su país hacia el pasado.
Nadie puede sentirse seguro en un lugar donde se detiene a quien coloque una rosa en recuerdo de un muerto. Es también el epítome de la debilidad de un régimen sádico, delirante y despótico. Figes considera “absurdo (y en el caso de Rusia, obsceno) llegar a la conclusión de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Cuando solo la fuerza y el miedo sostienen al poder, las cartas están echadas, aunque el horror y el mesianismo parezcan no tener fin. Putin entronizado y Rusia destronada.