Qué somos? ¿Cómo somos? ¿Cómo hemos venido a dar donde estamos? Políticos y sociólogos, literatos y periodistas mastican, pertinaces, estas inquietudes: también lo hace cualquier ciudadano preocupado por el destino colectivo del país.
Para las mentes de formación izquierdista, esas preguntas tienen un esquema universal de respuesta: todas las sociedades están formadas por una clase dominante (el capital) y una clase obrera (el trabajo). En cualquier región del mundo a la que vayan encuentran siempre la misma explicación (porque la llevan en la cabeza).
Pero en nuestro medio otras mentes han producido otro tipo de explicaciones, más atentos a la observación de la realidad que a la memorización de los tratados ideológicos. Voy a apoyarme en un trabajo de uno de esos autores: Filgueiras. Divide al Uruguay (o a los uruguayos de hoy) en tres grandes categorías. Está el Uruguay moderno, el Uruguay excluido y el Uruguay corporativo.
El Uruguay moderno es aquella parte de la sociedad que se hartó de la nostalgia, que no registra motivación alguna desde el mito del Uruguay de oro, que no se burla del pasado pero se tiende hacia el futuro, hacia un imaginario de empresario más que de empleado (sobre todo, no empleado público), y enfoca la vida como un emprendimiento por cuenta propia, según la sabia frase del Dr. Guzmán. Ese es el Uruguay que ha creado empresas que van desde la informática hasta la producción publicitaria internacional, desde la logística (zonas francas, servicios portuarios) hasta la revolución agropecuaria, desde la fundación de universidades privadas hasta laboratorios. También -y hay que decirlo temblando- ese es el Uruguay que, si se le cierran todos los caminos, se va.
El Uruguay excluido es, lamentablemente, fácil de describir: todos lo tenemos presente en las esquinas con semáforo, en los carritos, en los asentamientos. Es un Uruguay nuevo: antes no era tan difícil salir del pozo como lo es hoy: la exclusión no era un Estado, sino un pasaje.
El tercero es el Uruguay corporativo. Es muy numeroso. Ha armado redes de protección propia a espaldas del bien común. Allí se abroquelan quienes explotan a su favor la fortaleza egoísta de la corporación, camuflados bajo el engaño de solidaridad con que endulzan la estrategia de protección de sus privilegios. En este nivel se urde políticamente la confusa mezcolanza entre lo gremial y lo público, haciendo valer esa confusión entre los términos para que, por ejemplo, en una crisis que hace perder miles de puestos de trabajo privados, no sólo no se pierda ni un puesto público sino, además, que se planteen y obtengan aumentos salariales. El ejemplo máximo es ADEOM. Hay otros: desde los productores de caña de azucar (no los peludos, sino los dueños de los cultivos) a quienes subvencionamos todos los uruguayos (menos los diabéticos), hasta los que veranean de garrón en sus casas construidas en terrenos fiscales de toda la costa de Rocha.
Quizá haya una cuarta categoría: el Uruguay de quienes Tomás Linn llamó los nabos de siempre. Él llama así a quienes cumplen sus obligaciones, pagan sus impuestos y no obtienen ni reconocimiento por lo primero ni servicios y atención decentes por lo segundo. Pero tengo una diferencia con Tomás Linn. Creo que sólo merecen el mote de nabos si, además de cumplir con sus obligaciones y demás, no empeñan su fuerza numérica para cambiar las cosas, desafiando políticamente al Uruguay corporativo. En los próximos meses van a tener oportunidad de hacerlo.