El récord de Donald Trump lo coloca en los primeros puestos de la lista de pecadores impenitentes algo que, lejos de contrariarlo, lo halaga, porque le gusta ser el primero en todo. El recién presidente electo es extremadamente competitivo y prefiere que se hable mal de él antes que caer en el anonimato.
Por eso, cuando en 2020 perdió la reelección contra Joe Biden, estaba resuelto a no desvanecerse en el horizonte. Debía volver a ocupar la Casa Blanca al precio que fuera. De ahí la fabricación que maquinó, propagando la mentira de que le habían “usurpado” el triunfo por medio de un supuesto fraude electoral.
A partir de ese episodio buena parte de los evangélicos, que ya en 2016 decidieron apoyar a la oveja descarriada a cambio de que impulsara su agenda cristiana, interpretaron el ataque al Capitolio como una escena bíblica: las fuerzas del bien (el trumpismo) libraban la batalla contra las fuerzas del mal (el Partido Demócrata). A partir de esa visión, el Capitolio se convierte en el templo lleno de mercaderes que hay que expulsar. Las directrices emanan de un profeta que sigue por televisión aquel aquelarre que acabó con los insurrectos en la cárcel por sedición.
Porque si algo tiene este movimiento político-religioso es que las palabras de Trump no se diseminan en aras de la paz y el amor, sino con un lenguaje agresivo, insultante y revanchista. Pero eso a la cúpula de los movimientos evangélicos le trae sin cuidado, ya que ha encontrado al vehículo idóneo para imponer su mensaje cristiano. En cuanto se metió en la política, el republicano, que en el pasado fue un convencido defensor del aborto, no dudó en mover los hilos (véanse los nombramientos que hizo en la Corte Suprema durante su primera administración) para complacer a un poderoso lobby religioso que, a cambio, movilizaría a sus feligreses para que votaran por el incorregible millonario.
El pacto es redondo. Tanto que, en esta segunda vuelta en la que el ex presidente ha ganado arrolladoramente contra Harris, los líderes evangélicos celebran la victoria como una “profecía” que se ha cumplido.
Según una encuesta a pie de urna de la cadena NBC en el día de las elecciones, 80% de evangélicos blancos, 67% de evangélicos latinos y 14% de evangélicos negros votaron por Trump. Ocho años después de tan beneficioso acuerdo para las dos partes, los evangélicos tienen peticiones para su redentor: más restricciones a los derechos reproductivos, dar marcha atrás en los derechos LGTBQ, vigilar lo que se enseña y se lee en las escuelas. Más que nunca, Dios está en todas partes, aunque no lo veamos.
Entonces, si Donald Trump es el nuevo mesías, su vicepresidente, JD Vance, ¿es su leal San Juan o acabará siendo su Judas Iscariote? En 2016 Vance lo comparó con Hitler, pero luego se cayó del caballo como Pablo de Tarso y se hizo trumpista de la noche a la mañana. Eso no le quita el sueño al presidente electo. Dentro de cuatro años otro “apóstol” seguirá diseminando el devocionario MAGA y será proclamado el nuevo mesías del cristianismo nacional supremacista. Los demócratas tendrán que vagar mucho tiempo por el desierto hasta romper esta profecía. ¿O acaso es un maleficio?