Como el párrafo final anuncia que lo que viene es “baja de impuestos, eliminación de regulaciones climáticas, peleas diarias con la prensa, tuits de madrugada y venganza contra quienes llama traidores”, la impresión es que habla del segundo año de la presidencia de Milei. Sin embargo, aunque el artículo es del diario argentino Clarín y señala algunos de los rasgos del primer año del gobierno libertario, lo escribió la corresponsal en Washington Paula Lugones y describe lo que se espera del segundo gobierno de Donald Trump.
No es casualidad que tal descripción calce también en el presidente argentino. En alguna medida, Milei parece una buena caricatura en el que la única deformación está en la ira flamígera contra cualquier crítica o disidencia. Ese parecido es una de las razones de la gran recepción que tuvo Milei en Washington. Otra razón es la profundidad del ajuste y su consecuencia en la caída de la inflación y del déficit fiscal.
Los neoliberales y NeoCons de los 90 festejaban a Carlos Menem como los populistas de izquierda festejaban al matrimonio Kirchner en la primera década de este siglo, cuando la región regresaba del Consenso de Washington. En las cofradías ideológicas los exponentes se festejan entre ellos y, como las hegemonías ideológicas son reversibles, cuando el péndulo pasa de una exacerbación a la exacerbación opuesta, todos parecen estadistas brillantes que entienden el curso de la historia.
Quizá, en algún nivel del subconsciente, hasta el más fanático sabe que todo es una patraña de la necesidad humana de tener esperanza y expectativas favorables. El problema es cuando los más fanáticos son los que, surfeando la ola ideológica del momento, llegaron a la cima del poder. En esos casos el peligro de autoritarismo es grande.
Trajeron tranquilidad algunos gestos novedosos de Trump en la antesala de la asunción. En la segunda fila de la capilla ardiente que despedía a Jimmy Carter, sentado junto a Barak Obama, mostró un recato distante del millonario que mira al resto de los humanos desde la azotea de sus rascacielos.
Minutos antes, junto a los familiares del fallecido presidente demócrata, el magnate neoyorquino había elogiado al dirigente que inició las políticas de concientización sobre la defensa del medio ambiente, aceptación de la diversidad sexual y la búsqueda de mayor equidad racial y social. Carter fue el último presidente demócrata en la tradición iniciada por Woodrow Wilson y profundizada por Franklin Roosevelt, Kennedy y Johnson respecto al Estado de Bienestar, el capitalismo keynesiano y el apoyo a las clases medias. Ergo, Trump habló bien de un exponente de la centroizquierda norteamericana.
No parecía el mismo personaje que, al morir el respetadísimo John McCain, senador conservador que lo cuestionaba duramente, él lo describió como un “perdedor” por haber sido capturado en los campos de batalla de Vietnam. Tampoco parecía el presidente que definió a Haití como un “agujero de mierda” y llamaba “buenos americanos” a los supremacistas blancos que se manifestaban contra la equidad racial y los inmigrantes.
Con excepción de la catarsis cesarista con que amenazó a Dinamarca, Canadá, México y Panamá, el Trump de la antesala del Despacho Oval tuvo destellos de razonabilidad geopolítica. Por caso, emitió señales sobre la guerra en Ucrania que no sonaron tan alentadoras para el Kremlin como todas las anteriores. Como si hubiera entendido que regalarle una victoria total al belicismo expansionista ruso es invitarlo a continuar su avance lanzándose desde el Transdniester al resto de Moldavia y desde Kaliningrado hacia los países bálticos, además de avanzar hacia la gran meta de Vladimir Putin: el reemplazo de la OTAN por una alianza militar euroasiática encabezada por Rusia.
Otra señal de razonabilidad está en la presión que ejerció a través de su emisario Steve Witkoff sobre Netanyahu para que acepte la propuesta de tregua que había presentado Joe Biden en mayo. Esa propuesta no es “la victoria” de Hamás que describe el ala más extremista del gobierno israelí, pero ofrece un camino hacia una futura aplicación de “la fórmula de los dos Estados”. Lo mismo transmitió en Doha al emir Tamim bin Hammad al Thani y al primer ministro Mohamed bin Abdulrahman al Thani.
Por eso Qatar presionó a Khalil al Haya, y ese dirigente que ocupó la jefatura política de Hamas tras la muerte de Ismail Haniye, envió el mensaje a Mohamed Sinwar, quien por ser hermano de Yahya Sinwar, máximo líder abatido por los israelíes en Rafah, es el jefe con más poder en la fracturada dirigencia gazatí.
Trump tuvo un rapto de magnanimidad al aceptar que no tenía un plan mejor que el de Biden, y usar su músculo político de mandatario entrante para imponer la fórmula que hizo, pero no pudo imponer, el debilitado mandatario saliente.
Pero la ilusión que producen estas señales se desvanece al ver el gabinete de Trump. Con el cambio climático incendiando Los Ángeles, el secretario de Energía es Chris Wright, ferviente negador del calentamiento global y defensor de las energías fósiles; Pete Hegseth, el ultraderechista que difundía mensajes de odio desde Fox News será el secretario de Defensa, a pesar de las denuncias por abuso sexual. La empresaria Linda McMahon, que amasó una fortuna con espectáculos lucha libre, será la secretaria de Educación, un área que Trump quiere destruir por considerarla un instrumento marxista de adoctrinamiento woke y bastión del activismo ambientalista.
La misma sensación de burla al sentido común democrático causa que la Secretaría de Salud quedara en manos de Robert Kennedy Jr. un adicto a las teorías conspirativas que hizo activismo anti-vacuna durante la pandemia.
También es inquietante que el hombre fuerte de este gobierno sea Elon Musk, el magnate que puso su poderosa red social a potenciar la ultraderecha europea, con especial apoyo a la agrupación neonazi alemana AfD, y a potenciar el peso político de Viktor Orban, el ultranacionalista pro-Putin que gobierna Hungría.
Salvo que sea su carta para negociar con China, ya que Musk tiene vínculos económicos intensos con el gigante asiático, su relevancia en el gobierno probaría los dos riesgos que éste implica para la democracia liberal: Uno es el uso de sus redes para edificar allí el aparato de propaganda que se vale de fakes news para construir culto personalista de Trump y para destruir a sus críticos. El otro es que altere la institucionalidad hasta que el poder quede en manos de archimillonarios, convirtiendo la democracia norteamericana en una plutocracia socialmente darwiniana.