Dice el nuevo presidente de la Argentina que Mauricio Macri, cuando se reunió con él después de las elecciones generales para ofrecerle su apoyo, le dio dos consejos: exponer con crudeza el estado en que recibe el país y “tener una narrativa”. El domingo, Javier Milei siguió el primer consejo hasta extremos nunca vistos en la política argentina; en cuanto al “relato” (término que el kirch-nerismo elevó a fervor religioso y después degradó a mala palabra), también rompe con los precedentes. Todas las presidencias que marcaron a la Argentina, como se sabe, ofrecieron su propia versión del pasado, el presente y el futuro del país; esas narrativas proveen sentido y permiten, con un poco de suerte, atravesar las épocas de vacas flacas hasta que las cosas mejoren. Pero ninguna fue a la vez tan amarga y tan ambiciosa, y más aplaudida, precisamente, cuanto más amarga, como la que Milei ofrece en el inicio de su mandato.
Hasta hace poco, por razones obvias, el triunfo de Milei nos hacía hablar del menemismo. Pero basta un poco de memoria para comprobar que la “narrativa”, en tiempos de Menem, fue muy diferente de la que esboza Milei. Por entonces el liberalismo no era un grito popular sino una medicina ingrata, aunque indispensable, que las elites venían a administrar: habíamos comido demasiados caramelos y era hora de tomar la sopa.
No solo es furiosamente distinto el discurso de Milei: también, de manera crucial, es diferente ahora el mundo. Lejos del consenso liberal de 1989, las democracias occidentales hoy están desgarradas por el debate entre la izquierda woke y la derecha populista de Donald Trump, Giorgia Meloni y Jair Bolsonaro.
Ironías de la historia, entonces: Milei puede jactarse de no ser ya, como habría sido hace tres décadas, un simple pasajero que corre para no perder el tren, sino un héroe global de la nueva derecha, casi un faro que marca el camino desde el lejano sur. No faltan razones para ver esos fervores con escepticismo, pero es indudable que el papel le calza a la perfección a Milei, cuya historia personal y cuya carrera política llevan las marcas del mesianismo. Su infancia dolorosa, su derrotero abundante en traiciones de íntimos y conversiones fulgurantes, la circunstancia de haber sido subestimado por todos y por supuesto el hecho de asumir el poder en condiciones desesperantes y con recursos políticos escasos aportan los elementos clásicos de un liderazgo mesiánico.
“No vine a guiar corderos -proclama Milei-, sino a despertar leones”: si el relato menemista invitaba a someterse a lo inevitable, el de Milei, a cambio de sacrificios descomunales, puede ofrecer el sentimiento de orgullo que supone la reconquista de una independencia, la áspera dignidad que otorga la autonomía recuperada, la reparación del amor propio herido por el puntero, el burócrata, el psicopatón con dedito levantado, el que dice “nadie se salva solo” pero quiere decir “sin nosotros no sos nada”, la artista prebendaria que sermonea con la e, el corrupto insolente que se pasea en yate. En una palabra: es un relato de liberación, cuyo sujeto no sería ya el abstracto pueblo, sino los ciudadanos como individuos, y quizá no está mal.
Milei volvió a citar, como lo viene haciendo, el libro de los Macabeos: “En una batalla, la victoria no depende del número de soldados, sino del poder que viene del cielo”. Puestos a basar la narrativa de esta presidencia en las Escrituras, bien podría tomar también una o dos páginas del libro del Éxodo. La primera concierne a los cuarenta años que, según el relato bíblico, pasaron en el desierto los hebreos tras escapar de la esclavitud en Egipto. ¿Por qué cuarenta años, si para caminar desde Egipto hasta la tierra prometida del Canaán bastaban unas pocas semanas? Porque la huida de Egipto no tiene lugar solo en el espacio, sino que es un hecho político y espiritual. En otras palabras: el derrumbe de un orden tiránico no resulta automáticamente en la libertad, sino en esa gran confusión y una pérdida de referencias que podemos llamar desierto, y que es el lugar donde la libertad se aprende.
Ese aprendizaje está repleto de arrepentimientos a medias, de miedo a la intemperie (“¿acaso no había suficientes sepulturas en Egipto, para que nos hayas traído a morir en el desierto?”) y de la tentación de recaer en la idolatría. Hay un hecho crucial, sin embargo: en el desierto, el primer acto de gobierno de Moisés no consiste en asegurar el pan, sino en nombrar jueces (Éxodo, 18:13). El relato es claro: no será la voluntad discrecional del Faraón, ni siquiera la autoridad del liberador, sino las impersonales tablas de la Ley, el instrumento que libera. Y entonces el pueblo ni siquiera necesita del líder, que bien puede quedar por el camino, sino que orgulloso, dueño de sí mismo y cubierto de harapos, entra en la tierra prometida.
* La Nación, Argentina