Eran los últimos días de clases en la escuela primaria Robb de la localidad de Uvalde, en Texas. Una pequeña y humilde localidad cuya población es mayoritariamente hispana.
Antes de que el atacante irrumpiera armado, los padres habían acudido a una ceremonia para celebrar los logros escolares de sus hijos. Sería la última vez que algunos de ellos abrazarían a sus pequeños.
Uvalde forma parte de la lista de sitios en Estados Unidos marcados por la tragedia de una masacre escolar. De la noche a la mañana ocupa el segundo puesto en número de muertos después de la matanza del colegio Sandy Hook en Connecticut, donde hace ya una década 20 niños y 6 adultos murieron a manos de un asaltante con una AR-15.
El presidente Obama reconocía su frustración ante la inevitabilidad de más sucesos perpetrados con armas de fuego. Diez años después el presidente Joe Biden expresa el mismo sentimiento. Las masacres con armas potentes no son la excepción, sino la amarga regla en un país donde los niños y adolescentes mueren más por tiroteos que a causa de accidentes de tránsito, sobredosis o cáncer.
Unos días antes de la tragedia de Uvalde, en Buffalo, Nueva York, las personas que hacían las compras en un supermercado fueron víctimas de un tiroteo que dejó 10 muertos. En esa ocasión, el agresor lo hizo por motivos de odio racial. En Uvalde, su autor, de 18 años, parecía tener problemas mentales.
Son perturbados mentales, extremistas dispuestos a cometer crímenes de odio, individuos iracundos o criminales a secas. Vidas y motivaciones muy distintas, pero todos tienen una cosa en común: la pavorosa facilidad con la que pueden obtener un arma potente para desatar una masacre en cuestión de segundos. El asesino de Uvalde compró legalmente dos rifles de asalto en cuanto alcanzó la mayoría de edad. La historia se repite y los supervivientes de tiroteos anteriores ya no tienen fe en que los legisladores logren cambios.
Mientras las familias de Uvalde lloran a sus muertos los defensores a ultranza de la Segunda Enmienda, con la Asociación Nacional del Rifle (NRA) como gran abanderada de la libre circulación de armas, repiten las falacias de siempre: que el problema son las personas y no las pistolas. Cada vez que se produce un tiroteo, tienen la desfachatez de acusar a sus detractores de “politizar” el asunto para “arrebatarle” a los ciudadanos el derecho a portar armas.
Podrán repetir su demagogia hasta la saciedad a favor de una industria millonaria que a cambio recompensa a los políticos que le besan el anillo a los dirigentes de la NRA, pero las cifras no mienten. Estados Unidos ocupa el puesto 32 en el mundo en relación al número de muertos por armas de fuego. Según datos de la Universidad de Washington, si se compara con Canadá, cuenta con 3.96 muertes por cada 100.000 habitantes, 8 veces más que su país vecino, que sólo tiene 0.47 muertes por cada 100.000 habitantes.
La NRA celebró una convención en Houston en la que hablaron, entre otros, el ex presidente Donald Trump y el senador Ted Cruz, dos figuras del ala radical del partido republicano que cuentan con las generosas contribuciones que el poderoso lobby hace a sus campañas políticas. No muy lejos despiden a las víctimas de Uvalde. La última masacre antes de la próxima.