Bendita normalidad de nuestras citas comiciales, que se cumplen con puntualidad y se viven con la facilidad de una grata costumbre que se ejerce casi sin sentir! No es para menos. En el siglo pasado, aun con dos eclipses deplorables, supimos erguir una República orgullosa y reconocida. Y en estas elecciones, estamos cumpliendo 40 años de la restauración institucional que se inició con los comicios de 1984 -mochos: sin Jorge Batlle ni Wilson ni Seregni- con que recobramos la libertad con el lúcido gobierno de Sanguinetti y Tarigo.
Esos 40 años de regularidad democrática sobrepasan los 29 años que fueron del fin de la guerra de 1904 al golpe de Estado de 1933 y los 31 años que corrieron desde 1942 hasta la disolución del Parlamento de 1973. Así, ya tenemos cuarentones que solo vivieron en democracia. ¡Aleluya!
Ahora bien.
En el Uruguay y en el mundo que conocemos, uno de los peligros que en este siglo XXI enfrenta el Derecho es el culto por las formas y los procedimientos. Olvidar la sustancia que debe correrles por dentro que aceptan reducirse a meros “operadores” del sistema cuya base excluyen de sus abordajes.
Cada vez es más frecuente enclaustrar la mirada jurídica en la obediencia a plazos, requisitos, planillas y aplicaciones. Al mismo tiempo, cada vez se hace más frecuente callar y no tomar en cuenta, las razones de fondo que palpitan en los odres de las formas.
Peor aún: no solo en el Derecho sino en muchas profesiones u oficios, a medida que avanza la obligatoriedad de los “protocolos” de gestión, resulta más frecuente olvidar los fundamentos de normas básicas y parece más natural cumplir los ritos y trámites como obviedades, amputándoles el alma.
¡Y eso pasa con los procesos electorales, con la cita en las urnas y con la Constitución! Más aún: sucede con la libertad, que se desvaloriza cada vez que se vacía el pensamiento, que se degrada cuando se la rebaja de angustia a costumbre y que se pervierte al separarse de la reflexión y la valoración, usándola como justificación para hacer lo que se nos cante.
Nada de eso debería ocurrirnos, ya que, a diferencia de muchas naciones, nuestra Constitución se funda en la persona humana como sujeto de derechos que es y como titular de potencialidades que puede ser.
En el fundamento último del pacto nacional de convivencia palpita la fe humana y sobrehumana en la capacidad de cada criatura para superar sus promedios, sus estándares, sus limitaciones y hasta sus lesiones.
Es para esa misión que se nos llama a elegir en conciencia, muchas veces pasando por encima de afectos y pasiones. Y es para eso que la ley marca dos días sin charanga electoral, en silencio de afuera que debe ser vigilia de adentro. Es vigilia para el sentir y el pensar en el bien de todos, en el porvenir de hijos y nietos, en el destino de invariables 3 millones y medio en medio de crecientes 8.200 millones, en la clase de vida que soñamos.
No se trata tanto de a quiénes darles el poder sino de darse cuenta de que la palabra, el razonamiento, la teoría acaban por imponer su ley de luz. Por algo, como bien se ha dicho, en la historia de la humanidad Kant es más importante y duradero que Napoleón.
Que en estas horas sin ruido, y en los años que vendrá, todo sea para bien.