Una de las obligaciones fundamentales de cualquier sociedad civilizada es tutelar los monumentos públicos que son el producto de la cultura, inteligencia, arte y trabajo acumulados por sucesivas generaciones a través del tiempo.
Esos monumentos tienen un valor estético y testimonial fundamentales. También forman parte de su acervo patrimonial. Y, quizás lo más importante, son símbolos, imágenes-fuerza, que materializan los elementos esenciales que constituyen el sentimiento compartido que consolida ese ente abstracto que es una nación. Forman parte de una identidad nacional con todos los valores que deriva de ello, y contribuyen a construirla y consolidarla.
No se puede pretender que esos lugares de la memoria sean idolatrados. En nuestra época tan crítica es exagerado hablar de veneración. Pero, sin duda, los monumentos públicos deben ser tratados con el debido respeto. Por lo que son, por lo que representan, y por consideración a las personas que sí los valoran.
No debería ser necesario reiterar ideas tan obvias.
Pero la experiencia diaria demuestra que es imprescindible volver a ellas. Vale la pena mencionar dos ejemplos de vandalismo.
El primero es el edificio de la Facultad de Arquitectura.
Ubicado en un talud elevado sobre la esquina de Bulevar España y Bulevar Artigas, el edificio fue inaugurado en 1946 y complementado con un tercer piso en 1980. Es una espléndida muestra de la arquitectura uruguaya, sencillo y sobrio. Ha tenido la buena suerte de que sucesivas autoridades universitarias se hayan ocupado de mantenerlo en toda su gloria. De tanto en tanto, algún grafitero deja su huella en la hermosa fachada. No es un acto inocente. Es un atentado a un Monumento Histórico Nacional (desde el 2000) que tenemos la obligación de cuidar. Reparar esos daños representa un costo importante que debe ser cubierto directamente por el magro presupuesto de la Facultad e, indirectamente, mediante los aportes de toda la sociedad uruguaya. Eliminar las huellas dejadas por esos grafiteros requiere de tiempo y dineros que podrían ser mejor gastados.
El otro ejemplo es el de la pegatina emprendida por un organismo estatal en parte del complejo formado por el monumento de Artigas y el Mausoleo del Prócer, en la Plaza de la Independencia.
La Plaza de la Independencia, creada en 1836, fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1975. Allí se inauguró en 1923 el Monumento a Artigas. En 1977 se aprobó la construcción de un mausoleo de granito para albergar los restos del fundador de nuestra nacionalidad. Es difícil encontrar un ejemplo más claro de monumento nacional. Lo es como Plaza Independencia, como Monumento a Artigas y como Mausoleo. Y, por encima de las formas legales, ese conjunto conforma el monumento nacional por excelencia en el corazón de todos los orientales.
A pesar de todo lo anterior, una oficina del Poder Ejecutivo resolvió pegar sobre parte de la estructura del monumento de Artigas y del Mausoleo una serie de pósters sobre los Objetivos del Desarrollo Sostenible.
La Plaza Independencia ha sido utilizada para exposiciones y muestras fáciles de desmontar que han respetado las estructuras. Y eso es aceptable.
Pero, que un organismo del Estado, alegremente, emprenda una pegatina oficial sobre las paredes de granito negro del monumento es una crasa falta de respeto.