Una guerra cultural

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La “guerra cultural” era uno de los grandes peligros globales que el Eurasia Group marcaba para este 2023 que se acerca a su fin. Lo tenemos claro, porque profundizamos en ello en el clásico evento que organiza El País cada enero en el hotel Enjoy en Punta del Este (este año, viene recargado. ¡Apróntese!). Pero nadie podía imaginarse que ese conflicto iba a escalar al nivel que vemos por estos días.

En Uruguay todo siempre llega tarde, pero a partir del terrible ataque terrorista de Hamás el pasado 7 de octubre, un conflicto social de consecuencias imprevisibles ha estallado en el mundo. La reacción ante este ataque ha generado un clima de guerra civil en las sociedades más desarrolladas, con una diferencia notable. En Londres o París, la violencia y los cantos en favor del terrorismo islámico ocurren en las calles, y en la voz de inmigrantes, que reivindican sin pudor la imposición de sus prácticas en la cuna de Occidente.

Del otro lado del charco, estos mismos eslóganes, llamando a eliminar a Israel y cuestionando las mismas bases del liberalismo intelectual, se escuchan en los campus de las universidades “top” como Harvard, MIT o Columbia.

De hecho, una de las noticias más relevantes de estos días fue la comparecencia ante el Congreso de los EE.UU. de las presidentas de esas tres escuelas. La crema de la crema del saber académico. Y fue noticia porque si esas tres mujeres son las representantes de ese saber... estamos en el horno.

En una presentación patética, las tres señoras no pudieron decir con voz clara que llamar al genocidio del pueblo judío violaba los códigos de conducta de sus universidades. Para ello se ampararon en la libertad de expresión de la constitución. Esto es mentira.

Primero, porque la libertad de expresión, ni siquiera en Estados Unidos es irrestricta: el llamado directo a cometer un crimen, no está amparado por ella. Y, segundo, porque la libertad de expresión es lo último que ha preocupado a los líderes universitarios.

En varias de esas escuelas, por ejemplo, se ha despedido a profesores por cuestionar el cambio climático, las cuarentenas forzosas en pandemia, o por decir cosas revolucionarias como que el hombre tiene pene y la mujer vagina. De hecho, Harvard sale sistemáticamente última en los rankings de libertad de expresión entre las universidades de EE.UU.

Hay otro detalle que explica lo que está pasando. Una encuesta interna, muestra que más del 80% de los profesores de Harvard se declara “de izquierda o muy de izquierda”. Y consultados sobre si habría que fomentar la diversidad intelectual en la universidad, solo 25% estuvo de acuerdo.

El gran problema de fondo que vivimos hoy, es que los centros académicos de todo el mundo han sido colonizados por una corriente de izquierda identitaria, y que aborrece las bases del pensamiento que las creó. Que usa el dinero de los contribuyentes para fines políticos muy claros, que no van para nada en línea con los de las mayorías democráticas. ¿Escuchó Gramsci por algún lado?

Así se imponen agendas delirantes, que van desde la necesidad de “decrecer” la economía, a un revisionismo histórico culposo según el cual hay que derribar las estatuas de Churchill o Colón, o un ambientalismo suicida. Eso sí, cuando aparecen estudios que dicen estos disparates, no falta quien defienda: “lo dice Harvard”.

Y no se crea que esto es un tema tan ajeno. Un informe publicado por El País hace unos días, revela que apenas el 27% de los estudiantes universitarios uruguayos salva al menos una materia al año. Esto mientras el rector Arim pide más plata cada año, y se derivan recursos millonarios a financiar programas y estudios sociales que nunca nadie cita ni usa. Y cuyo único fin es mantener bien comida a una elite cuya función es sostener las ideas políticas radicales de esta nueva izquierda. Donde usted llegue a plantear que la universidad rinda cuentas sobre en qué gasta la plata, ¡escándalo!

Esto, como es obvio, genera una contraola. Y por eso, en todo el mundo hay movimientos populistas que cuestionan la autoridad académica actual como fiel de la balanza en las decisiones políticas. Desde Trump a Orban, de Bolsonaro a Milei. Porque parte del encanto único de Milei, es que si bien tiene una chapa académica bastante sólida, el 99% de sus colegas lo ridiculizan (lea las columnas de Oddone al respecto).

No hay que ser muy brillante para darse cuenta del peligro enorme que genera esta situación, una de cuyas consecuencias la vimos en la pandemia. Donde el saber científico “puro” fue cuestionado por mucha gente, que ya no sabe a quién creer.

Difícil imaginar que los dirigentes de Hamás supieran lo que estaban detonando cuando se lanzaron a masacrar inocentes en una fiesta por la paz en Israel. Pero las consecuencias que detonó esa acción, están teniendo más efecto a nivel global que ningún atentado suicida. Y las esquirlas, a nuestro ritmo suavemente ondulado, ya hacen daño en Uruguay.

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