Una última tarea

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Argentina amaneció hace unos días sacudida por un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) en el que el presidente Javier Milei revolucionó el andamiaje del Estado.

La medida provocó adhesión entre los seguidores de Milei, rechazo en los sindicalistas y kirchneristas, y desconcierto entre los constitucionalistas más destacados.

Este último aspecto no es menor. ¿Cuánto de lo incluido en ese decreto debería en realidad ser aprobado por el Congreso como ley?

Es verdad que en cuanto a facultades del Ejecutivo, la Constitución del vecino país es diferente a la uruguaya. Si acá se dice que somos un país presidencialista, ¿qué dejar para Argentina, donde el presidente tiene mucho más poder y hasta algunas potestades legislativas? Nada en la Constitución uruguaya puede compararse con los DNU.

Aun así, el enfoque constitucional debería ser relevante en Argentina (aunque allá no parezca una tema de primer orden), porque así como los 20 años del kirchnerismo dejaron tierra arrasada en lo económico (y eso pretende rehacer Milei), también dejaron tierra arrasada en lo institucional, y recuperar ese espacio no parece una prioridad para el nuevo gobierno.

Más allá de esta discusión, relevante por cierto, el DNU de Milei dejó al desnudo algo que los argentinos intuían pero no captaban en toda su dimensión. Al presentarlo en esa enormidad de situaciones, queda en cruda evidencia el inmenso tramado de regulaciones, normas, pagos, sellados y mecanismos repetidos de intermediación que se requieren para hacer cualquier trámite.

Una trama absurda y abusiva que al común de la gente le cuesta dinero y pérdida de tiempo. Una trama, además, que alimenta una enorme e innecesaria burocracia que convive, perversamente, con la corrupción.

Este DNU quiere terminar con tan enviciada realidad y por eso encontró rápido apoyo popular y resistencia de las muchas corporaciones que changan con tales mecanismos.

Ante el revuelo generado, no está de más preguntarse: ¿y por casa cómo andamos? Porque sin llegar a esos extremos ni a esa convivencia con la corrupción, en Uruguay hay un exceso de regulaciones que entorpecen la actividad productiva y comercial, que afectan la vida cotidiana del ciudadano común, tienen costos desmedidos y van contra toda sensatez.

El problema no llega al extremo de Argentina, en parte, porque durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle se levantaron muchas regulaciones que regían desde décadas anteriores. Como no todas tenían que ver con legislación vigente, sino que existían por la acumulación de decisiones administrativas, en muchos casos el trámite fue más sencillo y sus efectos positivos se notaron de inmediato.

Durante los 15 años de gobierno frentista, la compulsión reguladora volvió por sus fueros y otra vez se retomó la política de dictar normas, plantear costos, exigir requerimientos, todos lindantes en lo surrealista e implican gastos, demoras y trabas. ¡Con razón se dice que este es uno de los países más caros del mundo! Se da la paradoja de que en estos tiempos la gente viaja a Buenos Aires a comprar productos a precio regalado pero que esos mismos, de origen argentino, se compran en los supermercados locales, aunque a precios uruguayos.

¿Cuántos impuestos, tarifas, normas, sellados e inspecciones se suman para encarecerlos, a tal punto que pudiendo comprarlos acá, el negocio es adquirirlos allá? Los exactos mismos productos.

La sobrecarga de regulaciones durante la gestión frentista implicó un revés serio, aunque por fortuna no llegó a los niveles previos a la limpieza desplegada por Lacalle Herrera. Un poco de sentido común, por mínimo que sea, se infiltró en el país.

Este es el último año de gobierno y la actividad política estará centrada en lo electoral.

Eso no impide que se haga un esfuerzo por dar prolijidad a tanto papeleo. Basta que un equipo técnico (por lo tanto, no atado a las campañas electorales) revise una por una esas normas y que con precisión de cirujano saque todo lo que es costoso, innecesario e insensato. Algo así como limpiar la maleza en un terreno baldío. Una buena señal fue la de no pedir más la partida de nacimiento para ciertos trámites. Hay que seguir en esa línea.

Esta enfermedad de regularlo todo, no solo es un asunto del gobierno central, sino que también existe en los departamentos. Sería saludable que las intendencias emprendieran igual tarea.

En especial la de Montevideo. Parte del deterioro de la ciudad es porque mucha gente, antes de emprender los engorrosos trámites, pagar lo que hay que pagar y someterse a la vigilancia del Estado, prefiere descuidar sus casas y no hacer arreglos.

Venderlas es todo un tema, donde las inspecciones municipales de tipo policíaco (parecen allanamientos), para ver qué cambios se hicieron durante toda una vida. Implican una intromisión indebida del Estado, como si fuera el verdadero dueño de la propiedad.

Sería bueno que en su último año, el gobierno dedicara esfuerzo a desmalezar el terreno y reducir las trabas. La gente lo va a notar.

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