Nicolás Maduro se enroca en el poder y lo hace reforzando la línea dura de su gobierno. Era lo previsible desde que el pasado 28 de julio, jornada de las elecciones presidenciales en Venezuela, el Consejo Nacional Electoral (CNE) dio por buenos unos resultados que a todas luces indicaban un megafraude electoral por parte del oficialismo. Ya en plena campaña electoral, Maduro advirtió que el único resultado factible sería el de su victoria. Así anticipaba el pucherazo que la noche del 28-J se consolidó, arrebatándole la victoria a la coalición opositora representada por el candidato oficial Edmundo González con el respaldo de María Corina Machado, líder a la sombra de la oposición debido a la inhabilitación que pesa sobre ella.
Un mes después del autogolpe, las actas electorales siguen brillando por su ausencia a pesar de las presiones de la comunidad internacional. Los 27 ministros de la Unión Europea acaban de anunciar que no aceptan la legitimidad de Maduro como presidente electo porque no pueden verificar los resultados. Por su parte, la administración Biden ha manifestado que González fue el ganador en los comicios y demanda que el gobierno de Maduro inicie una transición. Gane quien gane en las elecciones presidenciales que se celebrarán en Estados Unidos en noviembre, Washington tendrá que definir las medidas contra el gobernante venezolano.
En cuanto a la región, salvo Brasil, México y Colombia, blandos con el régimen antidemocrático de Caracas, el resto de los países no reconoce el continuismo del chavismo.
Difícilmente Maduro se hará eco de estas denuncias porque nunca tuvo intención de jugar limpio en las elecciones, sino montar una farsa que justificara su permanencia en el poder hasta al menos 2030. Una vez rematada la operación, lo primero que ha hecho es ascender en el organigrama del chavismo a figuras de la línea más dura (sus halcones) como Delcy Rodríguez y Diosdado Cabello. A su vicepresidenta ejecutiva la ha puesto al frente del ministerio de Petróleo, fuente de riqueza personal y corruptelas en la cúpula del gobierno. Y a Cabello, su número dos, lo sitúa al mando del ministerio de Interior y Justicia.
Al cumplirse un mes del fraude electoral, la oposición no dudó en salir a las calles proclamando a González, quien en cualquier momento podría ser arrestado, como el verdadero ganador de los comicios. La propia María Corina se atrevió a desfilar con la multitud, desafiando a un aparato represor que la acosa día y noche, mientras miembros de la oposición son encarcelados o desaparecen en redadas sin las mínimas garantías procesales.
El chavismo se aferra al poder porque es lo que verdaderamente le interesa. Es su única razón de ser, y no la de generar prosperidad y contribuir a la democracia. Como en Cuba, es el único logro que pueden apuntarse. O sea, ser un régimen despótico y corrupto que se vale de la violencia para amedrentar a la población. Por ahora, la oposición no tiene otra salida que la de resistir y los gobiernos democráticos, el deber moral de castigar con sanciones y aislar a un régimen que viola los principios básicos de una sociedad abierta. Poco más puede hacerse mientras se alienta un cambio desde dentro del chavismo. Si no, que se lo pregunten a los cubanos después de la friolera de 65 años.