En cambio de los últimos años en Montevideo ha sido la presencia de porteros virtuales en muchos edificios. Uno va caminando y se encuentra con una persona con audífonos y micrófonos en una pantalla que hacen acordar a las que Orwell describe en 1984, a través de las que el partido ejercía su vigilancia y propaganda.
Al entrar a la página web de una de las empresas que se dedican a este servicio, lo primero que aparece es un video mostrando pantallas, smartphones, puertas, gente ocupada mirando una carpeta con caras serias -como absortos una tarea sumamente importante. Lo que se muestra es un ensamblaje que consiste en un sistema sociotécnico a través del cual algo tan simple como abrir una puerta de un edificio o de un garaje implica movilizar toda una red de personas y tecnologías. Lo que ofrecen explícitamente es seguridad “24/7” y la falta de sueño por parte de los funcionarios humanos (la parte tecnológica no tiene ese déficit). Este servicio se presenta como conveniente y más barato (me imagino debido a la sustitución del portero tradicional), respondiendo a algo que quizá tenga algo de verdad en nuestra ciudad, que es el problema de la seguridad -dejando de lado la discusión si este es un problema real o un sentimiento con consecuencias reales.
A simple vista, la portería virtual parece algo inocente que nos resuelve un problema, pero es una de las expresiones de una nueva forma social que emerge con el “progreso” tecnológico que conforma nuestra época: la cultura de la vigilancia. Como explica la autora Shoshana Zuboff en su libro The age of surveillance capitalism, con el desarrollo de la web 2.0 a principios del siglo XXI, basada en contenido generado por los usuarios, internet sucumbió completamente a la comercialización. La brillantez de las empresas tecnológicas como Google o Facebook fue usar el data-exhaust, es decir los datos residuales de cada conexión y transacción en internet (el dónde, cuándo, y por cuánto tiempo de la conexión) para predecir, manipular, y guiar comportamientos. Como la mayoría de lo que hacemos es mediado por internet, el hecho es que hay pocas alternativas a participar en sistemas complejos de vigilancia que le pertenecen a alguien. La pregunta clave es en qué nos transformamos cuando vivimos en un mundo donde estamos constantemente observados y vigilados, con cámaras por todos lados -incluidos nuestros bolsillos- y donde lo que hacemos en internet tiene un propietario. Hay que pensar qué suposiciones están implícitas en esta forma de sociedad de vigilancia ubicua.
Una corriente de pensamiento filosófico llamada “posfenomenología” ayuda a pensar este tema. Argumenta que los aparatos y sistemas técnicos son mediadores activos en nuestras vidas, es decir, que no son solo instrumentos para alcanzar nuestros objetivos racionalmente decididos de antemano sino que dan forma a los mismos fines, la percepción del mundo, y nuestra agencia en él. Un ejemplo lo podemos sacar del sociólogo francés Bruno Latour cuando analiza el eslogan de la Asociación Nacional de Rifles norteamericana contra la regulación de las armas en los EE.UU.: “las armas no matan personas; las personas matan personas”. Contra esta afirmación, lo que dice Latour es que de la asociación entre un objeto como un arma y una persona emerge un agente distinto a lo que era cada uno previamente (en inglés se dice gunman) a quien el mundo se le revela de una forma distinta y ofrece posibilidades distintas. Para decirlo de una forma quizá más simple, cuando un niño agarra un martillo, la realidad se transforma en clavos.
El punto es que en una cultura de la vigilancia cambia la forma en que pensamos sobre nosotros, los otros, y nuestros espacios sociales y comunitarios. En el caso de los sistemas orientados a la seguridad, se va desarrollando una mentalidad de alerta, donde todo es un riesgo y se normaliza la desconfianza. En los grupos de WhatsApp barriales, por ejemplo, los movimientos en la cuadra son motivos de sospecha continua, generando una erosión de la confianza y responsabilizando a las personas por la seguridad pública.
No niego la utilidad de este tipo de servicios y prácticas que emergen del desarrollo de las tecnologías, pero el sentimiento de “progreso” y lo útil suele ser miope, impidiéndonos ver qué es lo que sucede a largo plazo y las fuerzas sociales que están operando. Al incrementarse la sensación de riesgo a través de la mediación tecnológica también se incrementa la obsesión por la seguridad (lo que en inglés el filósofo Matthew Crawford en su libro Why we drive ha bautizado como safetyism), que conduce a que cada vez menos riesgos sean tolerados. Y esto conduce al problema de que se empiezan a desdibujar los límites de qué intromisiones son necesarias y toleradas.
Uno de los riesgos es que, a través de las pantallas en los edificios, las cámaras ubicuas, o nuestros smartphones -entre tantos otros sistemas y servicios- las generaciones que crecen en este medio ambiente empiecen a ver como normal que estén todo el tiempo observados (esto quizá ya sea un hecho consumado). De hecho, muchas veces son los mismos padres que practican esta cultura al subir contenido de sus hijos a las redes sociales, sin evaluar la naturaleza de lo que se está subiendo, y sin considerar que al subir a internet pierden propiedad del contenido y que, a menos que se destruyan los servidores, allí quedará para siempre. Al satisfacer ese curioso deseo de exposición, de construirse uno mismo como una marca (hoy en día se populariza el “marketing personal”), se participa voluntariamente en la vigilancia sin considerar en qué estamos participando ni sus efectos.
Ahora bien, hay que responder la pregunta de por qué lo opuesto es importante, es decir, cuál es el valor de la privacidad y el límite de ese tipo de intromisiones. La respuesta es que en lo privado desarrollamos nuestra personalidad y nuestra capacidad de juicio -algo que se ha perdido en la época relativista en la que vivimos, donde todo da lo mismo. En lo público rige la masa, lo promedio, y el conformismo. Lo privado es el ámbito donde podemos pensar, en otras palabras, establecer una conversación con nosotros mismos; produce espíritu de crítica, diferencia y pluralidad. Hannah Arendt decía que nada crece bajo la luz de lo público, y por eso es que los hijos de las celebridades generan personalidades tan anodinas. La mediación de las tecnologías digitales hacen emerger una desnudez voluntaria que quita profundidad; nos volvemos una masa cuantificable y por lo tanto controlable y manipulable.
Cada aparato, sistema o dispositivo técnico que nos apropiamos es interpretado y usado en contextos particulares, y muchas veces sus efectos son impredecibles. Pero no hay que perder de vista las tendencias generales. Las tecnologías nos transforman profundamente a nosotros y los espacios en los cuales habitamos. Es innegable que las sociedades actuales hiperconectadas que dan lugar a la cultura de vigilancia nos dan seguridad, confort y entretenimiento. Pero, como dicen los yanquis, there is no free lunch. A cambio, le otorgamos a empresas, gobiernos, y a actores de los cuales no tenemos ni idea, nuestras personalidad.