Juan Pedro Arocena | Montevideo
@|Solemos oír que Argentina era, hace 100 años, la nación más rica de la tierra. Según los datos más confiables (Proyecto Maddison), lo fue en 1896. Durante las primeras décadas del siglo XX se mantuvo en los primeros puestos pero por debajo de los EE.UU. y del Reino Unido, entre otras naciones “ricas”. La era de la opulencia (según Alberto Dodero y Philippe Cros) puede ubicarse entre los años 1889 y 1939. Fue una época signada por la expresión “de París a la estancia”, la que pinta un modo de vida principesco que dio lugar en Francia al modismo “Il est riche comme un argentin”. En 1946 decía el Gral. Perón: “No podemos caminar por los pasillos del Banco Central, tan abarrotados están de lingotes de oro”. Pero una cosa es opulencia y otra muy distinta, desarrollo económico. Argentina provista de una fuente de riqueza por la que se la conoció con justicia como “el granero del mundo”, padece un subdesarrollo de muy similares características al resto de las naciones sudamericanas, presa en el siglo XX de una debilidad institucional y de una corrupción (hasta hoy) proverbiales.
No somos en Sudamérica muy diferentes a nuestra Madre Patria que, a casi cuatro décadas de su ingreso en la Unión Europea, sigue a la cola del desarrollo del capitalismo occidental; habiendo transcurrido el siglo XX transita por revoluciones, guerras civiles, terrorismo, regímenes de facto y un conservadurismo nostálgico de la abundancia de metales preciosos propios de su siglo de oro mercantilista y anticapitalista. En pleno siglo XXI ni siquiera ha podido consolidar el concepto de estado - nación y muchos españoles se sienten pertenecientes a varias patrias, con culturas y regionalismos que desembocan en sub -nacionalismos de supervivencia inconcebible.
El patriciado argentino enriquecido y por lo tanto con la suficiente acumulación de capital, por razones culturales heredadas, no dio lugar al empresario capitalista que innova, asume riesgos, emprende la diversificación productiva, invierte, abre fuentes de trabajo y paga buenos salarios. El modelo a imitar no fue el de la burguesía emprendedora norteamericana sino el de la decadente aristocracia europea, al punto de reeditar en las enormes estancias y en las quintas las cacerías del zorro con mujeres vestidas de amazonas y servidores de libreas.
Hacia fines de siglo (XIX), devino europeizante, con lo que fue perdiendo toda capacidad de ese liderazgo que había permitido a sus tatarabuelos conducir al pueblo por el camino de la revolución liberal e independentista.
En ese contexto, el Gral. Perón pretendió liderar desde el Estado, lo que la sociedad civil no había sido capaz de generar: la distribución del ingreso y la diversificación productiva. Pero la distribución del ingreso que no se verifica como consecuencia del desarrollo económico capitalista, genera un estado de bienestar transitorio, cuyo destino inevitable es la ruina, por no provenir de la creación de riqueza sino del mero reparto de lingotes.
Así, la parasitosis se generaliza descendiendo desde el vértice de la pirámide social. Análogamente y tras idéntica utopía estatista, se pretendió abordar la diversificación productiva de la mano de la sustitución de importaciones (Raúl Prebisch 1949 “El trimestre Económico”). Un modelo que se agotó rápidamente en toda Sudamérica, dando lugar a una industria ineficiente y a décadas perdidas.
En conclusión: Argentina, opulenta sí, pero no desarrollada.
No es menor la diferencia y si convenimos en admitirla, deberemos concluir que la tarea de todo gobierno que pretenda acabar con la ruina populista, deberá comenzar a transitar por el todavía inexplorado camino del desarrollo económico capitalista. Emprenderlo no significa retornar a la mera opulencia de hace 100 años. Se trata de algo mucho más complejo que debe instaurar el emprendedurismo, el ansia de progreso, la honestidad, las relaciones de colaboración entre empleados y empleadores, la inversión, la asunción de riesgos y el dinamismo de un capital que no sólo se acumula, sino que se reinvierte generando fuentes de trabajo y que, en su vocación innovadora, multiplica la productividad del trabajador.
Se trata de una verdadera revolución cultural cuyo indispensable pre-requisito es la restauración de la confianza en su propio país, la que viene siendo atacada en su línea de flotación desde hace muchas décadas. Combatir la inflación y acabar con el déficit fiscal, restituir los equilibrios macroeconómicos y la estructura de precios relativos, aun siendo tareas que presentan hoy dificultades importantes, son apenas el prefacio del comienzo.