Cuando muere un hijo...

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@|“No hay extensión más grande que mi herida. Lloro mi desventura y sus conjuntos. Y siento más tu muerte que mi vida”, Miguel Hernández.

Se puede ser viudo, se puede ser huérfano, pero no está en nuestro vocabulario una palabra que nos defina cuando muere un hijo.
Quizás porque sea “antinatura”, quizás porque el sólo pensar en esa posibilidad nos hace añicos el alma.

Pero, lamentablemente, a veces sucede. Un accidente, una enfermedad fulminante, una decisión en soledad.

Cuando muere una persona añosa, uno suele estar mejor preparado psíquicamente para atravesar ese duelo: recuerda y celebra esa vida. Hasta hay veces que llega como alivio en un cuerpo cansado.

Pero el duelo por la muerte de un hijo es diferente: no sólo se hace el duelo por lo que fue, sino también por todo lo que no fue, ni será. Toda esa potencialidad cautiva que murió con él.

Una vez escuché “no tengo más remedio que creer, creer en que su espíritu está y me visita”. A veces en forma de colibrí, a veces en un sueño, a veces en un sentir.

Seguimos porque hay vida en otros hijos, porque hay vida en nietos y hay vida en nosotros: aunque sean retazos.

Vivir con una herida, que a veces se abre y duele. Que ocupa un lugar extenso en nuestro ser, una parte dolorosa de nuestra historia, una historia que podemos elegir continuar.

Puede morir un hijo y morir uno con él. O puede morir un hijo y una parte de nosotros con él. Y quedarnos con un resto de vida por vivir.

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